Cada vez es más llamativo lo que está ocurriendo entre los nacionalistas catalanes y vascos y los socialistas. Mantienen unas pésimas relaciones en sus respectivas comunidades autónomas y una espléndida comunicación en España. CiU está reñida a muerte con el PSC, que ve cómo se desmonta la obra del tripartito, y el PNV, tras negarse a pactar los ayuntamientos vascos, ha alcanzado un grado de enfrentamiento con el PSE inédito en muchos años. Pero en el Congreso, los portavoces de ambos grupos, Josep Antoni Duran Lleida y Josu Erkoreka, se dan el pico con el Gobierno. Con el presidente José Luis Rodríguez Zapatero y no digamos con el vicepresidente y candidato a la presidencia, Alfredo Pérez Rubalcaba.

Claro que, vista la debilidad gubernamental, agudizada con el descalabro electoral del 22 de mayo, se sienten obligados a disimular, a evitar aparecer demasiado entregados. Por eso el miércoles los hicieron sufrir tanto en la convalidación del decreto de reforma de la negociación colectiva. Negociaron hasta el último minuto una abstención que permitiera salvar el decreto y, sobre todo, salvar al Gobierno de una derrota que le hubiera forzado a un adelanto electoral que los nacionalistas no desean y, sin embargo, el PP lleva un año queriendo forzar. Y luego, por ejemplo, Erkoreka vendió lo conseguido, la prevalencia de los convenios autonómicos sobre el estatal --que se sustanciará en la futura ley-- como "el mayor logro del nacionalismo vasco". Sin duda una exageración para darle en la cresta al lendakari, Patxi López, y al PSE, que se negaban a regalarles sus votos en la Diputación Foral de Guipúzcoa.

Tanto CiU como el PNV dotaron a la sesión parlamentaria de un dramatismo inusual. Solo comparable con la aprobación del tijeretazo de mayo del 2010. Dudas, dudas: ¿Caería el decreto? ¿Caería el Gobierno? Pero ellos, con las negociaciones de trastienda con el PSOE, y el PP votando en contra de medidas que les son mucho más propias con tal de empujar al Gobierno al abismo, reforzaron esa imagen de que están alejados de los ciudadanos que, tal y como reflejan las manifestaciones de indignados y las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), lejos de ver a los políticos como la solución a sus problemas, los perciben como un problema en sí mismos.

La gente está enfadada, asustada por las consecuencias de la crisis en su vida presente y futura. Y el parlamentarismo es complejo y enrevesado en sus trámites. Pero sus señorías, los diputados, no explican por qué aprueban lo que aprueban, pactan lo que pactan o rechazan lo que rechazan. O no lo hacen con la suficiente claridad. Una negociación al límite y una salvación in extremis del Gobierno no ayudan a que mejore la percepción.