Han pasado 11 años, pero el recuerdo de la muchedumbre desfilando en silencio por el paseo de Gracia de Barcelona para rechazar el asesinato de Ernest Lluch a manos de ETA sigue incrustado en mi memoria. Era un silencio tenso, de plomo, cargado de tristeza y de indignación. Un silencio sobrecogedor. Cubrí la manifestación de ese jueves 23 de noviembre como redactora de la sección de política de El Periódico de Catalunya (Grupo Zeta) No era una información más. Por momentos, parecía una situación irreal. Dos meses y medio antes, estaba charlando con Lluch en Irún justamente sobre ETA y la complicada --acaso utópica-- vía del diálogo con los terroristas que él defendía con tanta convicción.

Lluch amaba profundamente al País Vasco. En San Sebastián, donde daba clases en la universidad, se sentía como en casa. Quizá ese amor le cegó un poco. No es que no fuera consciente del riesgo, pero prefería mirar hacia adelante. No quería que el miedo le paralizase para hallar una salida al túnel.