Después de que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se hubiera pasado unos meses enclaustrado en la Moncloa, encargando a sus ministros la confección de las duras reformas anticrisis y el drástico recorte de las políticas sociales, la jefa de todo esto le sacó a pasear el pasado domingo en barco por Chicago. Como al niño que se porta bien y le premian con una visita al zoo, la señora Merkel le regaló un paseo por el río y, sobre todo, un buen vídeo y unas buenas fotos con las que presumir en casa.

Claro que, previamente, el presidente del Gobierno español ha tenido que demostrar que cumple con nota las exigencias de la cancillera alemana y que incluso ahora, cuando la moda la vuelve a marcar París y lo más fashion es hablar de políticas de crecimiento, él, que es un hombre clásico y conservador, sigue defendiendo la rígida austeridad luterana, que no tiene un ápice de glamur, ni de compasión. Que se lo pregunten si no a los griegos que, empobrecidos hasta las entretelas y con un país que ha devenido en ingobernable, se han convertido en el paradigma del fracaso de esas políticas del recortazo.

Aquí, quienes, como en otros muchos países de Europa, han celebrado el triunfo de François Hollande --por lo que puede significar de cambio de política económica en la Unión Europea-- preferirían que Rajoy se sumara al club del último grito parisino y estuviera en la primera fila de la defensa de ese plan de crecimiento, que no hace falta que se llame Marshall, que hasta se podría llamar Merkel, si la señora de hierro estuviera dispuesta a darle su bendición, aunque fuera a cambio de un poquito de esa inflación que la hace temblar.

Sobre todo, porque parece que la austeridad ya ha demostrado sus límites en las intervenidas Grecia, Portugal e Irlanda, que están ahora peor que hace tres años y, si nadie lo remedia, está a punto de hacerlo en Italia y en España. Y además porque, por mucho que se empeñen, no fue la inflación la que trajo el nazismo en una relación directa de causa y efecto, sino que los populismos totalitarios --y también la inflación desmedida-- surgieron de la incapacidad de los partidos tradicionales para controlar la economía.

O sea, exactamente igual que ahora. Que no hay inflación, porque de eso se ocupa el Banco Central Europeo teledirigido por Alemania, pero sí hay recesión, paro, pobreza, incertidumbre y, de nuevo, miedo, y todos esos factores conforman el principal caldo de cultivo de los discursos xenófobos y antidemocráticos y, como consecuencia, lo son también de la subida electoral de los partidos de la extrema derecha.

No se entiende cómo políticos europeos inteligentes no se acaban de dar cuenta de la desafección creciente de sus ciudadanos y tratan de ponerle coto, preocupándose de sus necesidades reales y frenando la desregulada hiperactividad de los mercados financieros.