Muchos políticos y analistas vascos sitúan en el brutal atentado de Hipercor el principio del fin de ETA, aunque aún tuvieron que pasar casi 25 años --y mucho dolor y muchos asesinatos más-- hasta que, el 20 de octubre del 2011, la organización terrorista anunció el cese definitivo de la violencia (y aún está pendiente su disolución). Pero la explosión de aquel coche bomba, que se cobró la vida de 21 personas e hirió a otras 45, sacudió también las conciencias de muchos vascos, incluida la de algunos destacados militantes del brazo político de la banda que empezaron a distanciarse, y obligó a los dirigentes democráticos a plantearse en serio la unidad contra el terrorismo.

Sobre todo, porque, como explicaba recientemente el entonces lendakari, José Antonio Ardanza, no fue hasta el atentado de Hipercor cuando la sociedad vasca tuvo claro que ETA era una organización terrorista, que sus asesinatos no tenían justificación alguna, que era capaz de atacar indiscriminadamente a los ciudadanos.

La matanza de Hipercor provocó disensiones en el seno del aberzalismo y las organizaciones independentistas catalanas, que habían prestado su apoyo a los radicales vascos --que solo 10 días antes habían conseguido 40.000 votos en Cataluña para la candidatura de HB al Parlamento Europeo--, se sintieron engañadas y agredidas. Pero, lo más importante, la barbarie de Hipercor desembocó en la primera unidad firme de todas las fuerzas democráticas contra el terrorismo, que se concretó primero en el pacto de Madrid, en noviembre de 1987, y unos meses después, en enero de 1988, en el Pacto de Ajuria Enea, dos acuerdos impulsados por los gobiernos español y vasco --de coalición PNV-PSE-- y a los que se sumaron todos los partidos del arco parlamentario, desde AP hasta Izquierda Unida y Euskadiko Ezkerra.

La unión de los demócratas dio aliento a los ciudadanos para hacer frente a la presión que ejercían los proetarras y fue fundamental para avanzar en la derrota de la banda, aunque el camino hacia su fin ha tenido grandes altibajos. De hecho, uno de los mayores logros del pacto de Ajuria Enea, que sorprendió incluso a los partidos firmantes, fue el aislamiento político de los aberzales radicales. Un aislamiento que se visualizó nítidamente en todos los pueblos de Euskadi a finales de la década de los 80 y al principio de los 90, y más cuando se empezaron a convocar manifestaciones semanales contra los secuestros y los atentados de ETA en las plazas principales de cada localidad y se arrebató a los radicales el patrimonio que hasta entonces habían tenido sobre las calles vascas.

El acuerdo de Ajuria Enea duró ocho años. Se empezó a resquebrajar cuando en 1996 el PP planteó el cumplimiento íntegro de las penas, en contra del espíritu del pacto, que optaba por la reinserción, y se rompió con el acuerdo de Lizarra, suscrito entre el PNV y Batasuna, que aisló a los socialistas. El pacto antiterrorista posterior y la ley de partidos, que sirvió para ilegalizar a Batasuna, no tuvieron el apoyo del PNV y el proceso de paz que intentó José Luis Rodríguez Zapatero en el 2006 obtuvo el rechazo frontal del PP. Fueron graves desencuentros en un proceso de unidad antiterrorista que surgió con la conmoción por el atentado de Hipercor.