Durante los dos años que el nuevo Rey pasó estudiando en la capital de Estados Unidos, John McNeill fue uno de sus profesores de Historia, pero también uno de sus rivales en la pista de squash. Jugaron juntos con cierta frecuencia, siempre bajo la mirada discreta de dos escoltas de traje gris. «Felipe era bueno, tenía reflejos», recuerda McNeill. Sus partidas solían ser igualadas, pero al final tendía a ganar el académico. «Creo que intencionadamente me dejaba ganar. Al llegar a la pelota de partido, le pegaba de tal forma que me regalaba la victoria. No sé si lo hacía porque simplemente disfrutaba jugando o porque pensó que no era buena idea ganarle a un profesor», afirma por teléfono.

Han pasado casi dos décadas desde aquel 5 de mayo de 1995 en el que Felipe recogió, a los 27 años y en presencia de sus padres, el título del máster en Relaciones Internacionales de la Escuela Edmund Walsh, una de las facultades de la prestigiosa universidad jesuita de Georgetown. Pero la media docena de profesores entrevistados para este reportaje no han olvidado a aquel veinteañero espigado y sociable al que describen como un buen estudiante y una persona nada pretenciosa, cercana, cauta y más madura de lo que sugería su edad. «A diferencia de lo que sucede a veces con otros alumnos de familias muy ricas o de la realeza, no me pareció que tuviera mentalidad de playboy o que se arrogara una serie de derechos por ser quien era», dice John Esposito.

Esposito le dio clase de Islam y Política durante un semestre en 1993, pero más tarde se ha ido reencontrando con él en diferentes eventos y países. Como le ha pasado a otros profesores, fue Felipe quien mantuvo el contacto. «Es bastante inusual, cada año me han llegado noticias suyas». Lo mismo le sucedió a Samuel Barnes, quien trabajó a su lado para dar forma a la Cátedra Príncipe de Asturias, creada en 1999 en Georgetown. «Puso mucho interés en sacarla adelante y en buscar la financiación necesaria». Al jubilarse, Barnes recibió impresionado una carta manuscrita de la Casa del Rey agradeciéndole su trabajo.

Como el resto de alumnos del máster, elegido en varias ocasiones por la revista Foreign Policy como el mejor del mundo para aquellos que quieren dedicarse a gobernar, Felipe no escribió una tesis antes de graduarse. Tuvo que superar, en cambio, un examen oral de una hora. Su transcripción es confidencial, como también lo es la nota media que obtuvo en el máster. Lo que sí ha podido confirmar este diario de fuentes académicas es que no obtuvo una «distinción» en el examen oral, la máxima nota que se concede a los alumnos.

A falta de pruebas documentales que apoyen su visión del mundo en aquellos años, en los que vivió junto a su primo Pablo de Grecia en una casa cerca de la universidad, algunos de sus profesores sí han esbozado el que podía ser por entonces su perfil político. «Es un internacionalista genuino, muy incisivo en política exterior», asegura el diplomático Robert Gallucci, quien ocupó el cargo de rector de Georgetown poco después de la marcha de Felipe que, sin embargo, siguió visitando la universidad con cierta regularidad. «Su interés prioritario residía en el lugar que España ocupa en Europa y, después, en el mundo, creo que de eso no hay duda».

Felipe llegó a Georgetown después de haberse licenciado en Derecho en la Complutense de Madrid y cursado COU en Ontario (Canadá). «Es importante que los hijos salgan fuera, que no se críen en palacio, a la sombra de sus padres», dijo por entonces la reina Sofia. McNeill se acuerda de las discusiones que mantuvieron sobre los enclaves coloniales de Ceuta, Melilla y Gibraltar. «Su posición era la quintaesencia de lo que podría esperarse. Ceuta y Melilla le parecían apropiadamente españolas. Gilbraltar, inapropiadamente británica». El historiador sostiene que Felipe era más comprensivo que muchos de sus estudiantes con las dificultades que presenta el ejercicio del poder. «Creciendo fue testigo de esos desafíos y, sin renunciar al espíritu crítico, sentía respeto por el poder». Al compararlo con el resto de estudiantes, Mc Neill lo sitúa en el centro-derecha del espectro político.

«No era un ideólogo», apunta Esposito, que recuerda su marcado interés en el papel de la religión en la política en Oriente Próximo. «A veces los intereses económicos y sociales ciegan a las élites al hablar de la cultura musulmana, pero Felipe era bastante riguroso». Su impresión es que «veía la inmigración musulmana hacia Europa más como una oportunidad que como una amenaza». En aquellos años el Príncipe tuvo de profesora a Madeleine Albright y vivió en el mismo barrio donde antes lo hicieron los Kennedy o la editora del Washington Post Katharine Graham.

Era el año del Mundial de EE UU y, según Andrew Bennett, su profesor de Relaciones Internacionales, se perdió algunas clases para ver los partidos de España. «Tenía una vida social activa. Lo invitaban a cenas y acudía a las fiestas de la universidad», dice Barnes. Sus guardespaldas, una mosca cojonera que le acompañaban a todos lados menos en clase, acabaron siendo un incordio. «Por lo que me contaron otros estudiantes, de vez en cuando trataba de escabullirse de ellos para irse solo a la ciudad», recuerda John McNeill.