La carnicería matinal del martes ha logrado eclipsar el carrusel de acontecimientos vividos por un PP en centrifugación. La saña colegiada que muestran los portavoces, diputados y barones regionales contra Pablo Casado supera en brutalidad al 'J'accuse' vertido el pasado jueves por Isabel Díaz Ayuso. Si el caído se ha llevado su merecido, será porque en Génova había un macizo de facturas atrasadas en vísperas del golpe del 23F.

Casado ha transitado de espía a chivo expiatorio, obligado a contemplar de cuerpo presente los funerales políticos a que le someten sus deudos.

El hombre que no pudo reinar se ha quedado sin entorno. Cada vez que ha intentado emerger de la crisis que desató con torpeza radiofónica, ha sido pisoteado por los cargos que tutelaba. Difícilmente podría gobernar un país quien generó tanto desprecio en su círculo inmediato.

Ayuso fue más dulce con Casado que un PP encabritado, el único participio caprino aceptable en horario infantil. Hasta el último suspiro, el único candidato popular reciente que ha perdido dos elecciones sin haber ganado ninguna, a diferencia de Aznar y Rajoy, ha mostrado una curiosa puntualidad en marchar por detrás de los acontecimientos.

Verbigracia, Teodoro García Egea debió desplomarse el viernes a más tardar, y Casado lo ofrece a sus centuriones cuando el pretencioso tiburón ha sido encogido por la realidad a salmonete. El martes no cabe preguntarse qué es de Egea, sino quién es Egea. El retraso respecto de la realidad ya se patentizó en el voto de Casero, el visionario que se anticipó al votar a favor de una reforma laboral al gusto de los empresarios y que por tanto habría apoyado un PP racional.

Casado también necesitó tres días para interpretar las sumas y restas de Castilla y León, donde había dedicado el final de campaña a ETA en otro despliegue anacrónico. Y mientras el líder popular investigaba silenciosamente a su odiada Ayuso, la presidenta madrileña se le adelantaba al denunciar una maniobra de espionaje.

Al descubrir con retraso el envite de su subordinada, Casado le ofrece el viernes un pacto desde una posición de fuerza que en un partido menos racial sería tildada de machista, sin darse cuenta de que ya no reparte las cartas. Le cuesta un año largo descubrir el fervor popular casi místico hacia Ayuso, plasmado en los miles de personas congregadas ante Génova que pasan de ser una trama del PP a una trama contra el PP, por citar a Rajoy.

En consonancia con su desubicación espaciotemporal y de acuerdo con el principio esencial de la infidelidad, Casado es el último en enterarse de que el goteo de dimisiones adquiere el frenesí de una humillante cascada. El PP ha encontrado a la persona alrededor de la cual giran sus esperanzas. La ha atado a un poste y ha prendido una hoguera a sus pies, para bailar en torno a la figura de consenso en su despedida coral.

Casado ejerció simultáneamente de jefe de la oposición a Sánchez y a Ayuso. De ahí su confusión acusatoria. Empolló la cifra de los 700 muertos diarios por el virus que ya no recordaba ni Salvador Illa, para endosarla a la presidenta madrileña en lugar de dirigirla contra su enemigo natural.

Con todo el pasado por delante, Casado tiene prevista una pregunta en el Congreso a Sánchez, del tenor de "¿Cuánto más está dispuesto a ceder a sus socios independentistas para seguir en la Moncloa?" El servicio de seguridad del Congreso tendrá que proteger al orador de sus propios correligionarios.