Todo fue diferente a la era Wojtyla. Joseph Ratzinger citó varias veces a su antecesor y se dio la vuelta en un todoterreno por la plaza, para saludar a los fieles. Hubo gritos de "Benedetto, Benedetto" de los papa boys, las aglomeraciones de gente ya vistas en la muerte y funeral de Juan Pablo II, y los aplausos de los fieles en decenas de ocasiones. Pero nada fue igual.

Las melodías del comienzo del rito fueron compuestas en los siglos XI y XII. El palio, la estola blanca de lana colocada en los hombros del Papa, ha sido reproducido de acuerdo con un antiguo modelo guardado en Tours (Francia). El trono --durante 26 años colocado en el centro del estrado-- fue situado al pie de la fachada de la basílica, cerrando el escenario de la ceremonia. Todo era hierático ayer, hasta la sonrisa, tal vez la timidez, del nuevo líder y los elegantes gemelos que asomaban en los puños de su camisa. La austeridad de las rígidas normas litúrgicas sólo se vio interrumpida por el gesto de ponerse las gafas para la vista cansada o de sacarse el pañuelo para amortiguar la tos.

Tarjeta de crédito y avión

Han cambiado los fieles. Ayer eran unos 300.000, como en una canonización importante. Los humildes agricultores polacos, que comían de sus bolsas preparadas en casa, sentados en aceras y plazas, han sido reemplazados por los alemanes. Algunos con trajes bávaros, pero con tarjetas de crédito en las carteras y almuerzo en los restaurantes.

Los polacos viajaban 24 horas seguidas, con pausa para la audiencia papal, y dormían en los autocares; los alemanes vuelan en avión y descansan en los hoteles. Los otros, el pueblo de Roma, están acostumbrados a los cambios de estilo de los papas. Se adaptan rápidamente, por más que las fotos recuerdo de Karol Wojtyla todavía se vendan a seis euros y las de Joseph Ratzinger, a dos.

Durante la misa se recitó y cantó en latín, pero también en griego. El italiano desapareció ayer del rito, excepto a la hora del sermón. Se habló en inglés, español, alemán, francés y portugués, pero también en árabe y en chino, las fronteras de la evangelización prescrita por Benedicto XVI.

Mirada esquiva

El más cambiado, quizá por desconocido, era Ratzinger. Semejaba un monje salido de un monasterio, que desconoce cómo encararse al público moderno o que ni siquiera le importaba, como dejó claro el sábado recibiendo a los 4.000 periodistas acreditados. Las manos finas de estudioso bendicen repetidamente sin gestos exagerados y se juntan de vez en cuando con el ademán del atleta vencedor. El paso es el de quien no quiere molestar a los vecinos. El puño menudo agarrado al báculo. Un físico en apariencia frágil, la sotana más corta que su talla, la mirada esquiva o enfocando la plaza de forma fugaz.

De su boca, labios cerrados de alemán cuando habla otro idioma, resuenan palabras nuevas: turbación, extravío, desierto, inquietud, mar salado, alienación. Los conceptos caen como losas: los poderosos temen a Dios, porque piensan que les quitará el dominio de la corrupción y del arbitrio; el desierto bíblico es hoy la pobreza, el hambre y la sed, el abandono, la soledad, el amor destruido, el vacío de las almas. Uno diría que el pesimismo se ha hecho papa. O que un monje empujado al exterior acaba de abrir los ojos a la miserable existencia humana.