Se mire por donde se mire, el anuncio del inicio de la retirada de las tropas norteamericanas de Afganistán es el reconocimiento de la incapacidad de Estados Unidos para llevar adelante sus proyectos estratégicos en esa zona del mundo. Y también es la concreción más clara hasta el momento de ese fin de la hegemonía norteamericana en el mundo de la que hablan tantos ensayistas.

Los motivos de la decisión se enumeran con precisión en todos los grandes periódicos estadounidenses: 1) Desde el punto de vista militar ya está claro que esa guerra no puede ser ganada. Sobre todo porque Obama ha fracasado en lograr la plena colaboración de Pakistán en ese empeño, y ese era el requisito imprescindible para lograrlo. 2) El estado norteamericano, endeudado hasta extremos que muchos consideran insostenibles, no tiene dinero para financiar ese empeño en la medida requerida por la lógica militar. 3) La opinión pública, obsesionada por una crisis económica que no remite ni tiene trazas de hacerlo en un futuro previsible, no está por la labor. Ha pasado mayoritariamente del entusiasmo justiciero que abrazó en la época de George Bush a la inquietud generalizada por el porvenir del modelo norteamericano.

Sobre las consecuencias de este giro crucial se hacen las más variadas hipótesis: algunos temen que se repita la experiencia de Vietnam, solo que en este caso en forma de guerra civil y caos en Afganistán. Otros, más prudentes y seguramente más acertados, creen que aún es pronto para contemplar escenarios tan catastrofistas como ese y aseguran que aún queda tiempo y fuerza, militar y política, para controlar los acontecimientos o, por lo menos, para evitar que estos se vayan de las manos a corto plazo.

Lo que sí está claro es que la abrumadora mayoría de los afganos desean que los soldados extranjeras abandonen su país.

Y también que cualquier fórmula para el futuro del país, por provisional que sea, pasa por una negociación con los talibanes. Con la intervención de Estados Unidos en la misma, si es posible.