Cercano ya el décimo aniversario del atentado de las Torres Gemelas, aquel fatídico 11-S que cambió el curso de los acontecimientos en todo el planeta, no parece que hayamos logrado construir un mundo más seguro. El asesinato en Pakistán de Osama bin Laden es el único (y triste) trofeo que ha logrado Estados Unidos en esta década de guerra contra el terror de Al Qaeda, puesto que la ilegal ocupación de Irak --cumbre de las Azores mediante-- acabó como acabó, y la de Afganistán, aunque legitimada por las Naciones Unidas, está a punto de tener similar desenlace. Las promesas de Barack Obama, el fin del unilateralismo y un nuevo enfoque de las relaciones de Occidente con el mundo árabe han quedado arrumbados en el cajón de los buenos propósitos. Antes al contrario, la crisis económica de EEUU y la debilidad política del inquilino de la Casa Blanca han auspiciado un unilateralismo de nuevo cuño: en lugar de encabezar ofensivas bélicas, Washington abandera retiradas militares. En algunos casos, como el de Afganistán, lo hace sin ambages: 30.000 soldados estadounidenses se replegarán en un año del avispero asiático, proceso que el Pentágono, eufemísticamente, describe como «gradual». El éxodo de los países aliado, la fragilización del Gobierno de Kabul y el posterior despliegue talibán serán solo cuestión de tiempo. Acuciado tanto por el déficit financiero como por las presiones demócratas y republicanas, Obama cuenta los días para desertar de la operación contra el rais libio, Muamar Gadafi, mal concebida, peor diseñada y en la que EEUU no hace sino suplir las carencias militares europeas. Ya lo advirtió su secretario de Defensa: si la Unión Europea no erige una verdadera política común de defensa, quizá Washington deje de pagar la factura de la OTAN. Con el norte de África y Oriente Próximo en ebullición, la dinámica introspectiva de EEUU no es una buena noticia. Porque, veleidades antiyanquis al margen, a Europa siempre le ha gustado que el amigo americano ponga un poco de orden en este mundo tan revuelto.