"El gran problema fue dejar gente viva", dijo ante el tribunal el capitán Jorge Tigre Acosta, el jefe de los matones de la ESMA que salían a cazar argentinos, por lo general indefensos. Las puertas enrejadas de aquella escuela naval se abrían solo para ellos. La ESMA, tan portentosa y visible, parecía estar oculta y espectral a los ojos de los que transitaban del otro lado de las rejas. Funcionó en la Avenida del Libertador, una vía importante y moderna de Buenos Aires. Miles y miles de automóviles la atravesaron a diario. Tanto transeúntes como vecinos aseguraron no saber lo que sucedía en su interior.

Acosta obedecía al almirante Rubén Chamorro, director de la ESMA. Pero el jefe verdadero fue ese a quien llamaban en clave Cero o El Negro, el almirante Emilio Eduardo Massera, miembro de la Junta Militar que tomó el poder en 1976. Los relatos sobre lo que ocurría en ese campo de concentración espantaron al mundo.

En agosto de 1977, Massera recibió a la secretaria de Derechos Humanos del presidente norteamericano Jimmy Carter, Patricia Derian, en la misma ESMA. "La Armada no tortura a nadie; son el Ejército y la Fuerza Aérea", le dijo Cero. Derian lo cortó en seco: "Tenemos cientos de informes de personas torturadas por oficiales navales". Al pasar comentó que, posiblemente, mientras hablaban, alguien estaba ahí siendo sometido a tormentos. "Él me sonrío, hizo el gesto de lavarse las manos y me preguntó si recordaba lo que le había pasado a Poncio Pilatos", recordaría Derian. Desde hace siete años funciona allí un centro cultural. Se llama Nuestros hijos.