Cuando el presidente de la Comisión Electoral anunció la victoria del islamista Mohamed Mursi en las elecciones presidenciales, la plaza Tahrir de El Cairo estalló en un grito de euforia cuyos ecos llegaron a todos los rincones de Egipto. En el punto donde comenzó todo, la gente no ocultaba su felicidad y se puso a bailar una danza espontánea al ritmo del silbido los fuegos artificiales.

Tahrir se tiñó de nuevo de rojo, blanco y negro, los colores de la bandera egipcia que los ciudadanos ondeaban con energía mientras coreaban el nombre de su presidente. "Estoy eufórico. Hoy la revolución ha triunfado y hemos ganado en las urnas al antiguo régimen; no podría haber ido mejor", asegura en la plaza el estudiante universitario Ahmed Futuh. Este joven explica que no es miembro de los Hermanos Musulmanes y opina que Mursi no será el presidente perfecto: "Me habría gustado que ganara alguien más moderado como el nasserista Hamdin Sabbahi, pero cualquier cosa es mejor que volver a la dictadura", dice, en referencia a la posibilidad de que hubiera vencido el rival de Mursi y último primer ministro de Mubarak, Ahmed Shafiq.

Rodeado de jóvenes que le escuchan atentos, el profesor de Al Azhar, la más alta institución islámica en Egipto, Ahmed Badaui, asegura que la victoria de Mursi "no solo es importante para Egipto sino para todo el mundo árabe". "Vamos a demostrar que el Islam no es enemigo de la democracia, que los países árabes no necesitamos dictadores", aseguró con firmeza mientras a su alrededor la multitud gritaba "Alá es grande".

Mientras, la otra mitad de Egipto permanecía en silencio. Unos 12 millones de personas, un 48,3% de la población, votaron a Shafiq y únicamente las próximas horas dirán si esa división de Egipto que se ha expresado en las urnas existe también en la calle.