La operación ha empezado poco después de las 8.30 de la mañana de este lunes con la salida del primer autobús de migrantes camino de Borgoña y unos 50 sudaneses a bordo. Le seguirían a buen ritmo otros en dirección a alguno de los 280 centros de acogida y orientación (CAO) repartidos por toda Francia. La Jungla de Calais, símbolo del estrepitoso fracaso de la Unión Europea en la crisis de refugiados, tiene los días contados.

Pero desmantelar el vergonzoso campamento que este verano ha llegado a contar con casi 10.000 migrantes hacinados en condiciones infrahumanas no elimina la raíz del problema. Vecinos y asociaciones humanitarias muestran un gran escepticismo sobre el futuro.

"Muchos volverán, porque lo que quieren es ir a Inglaterra". Es la frase que más se repite en la Jungla, en la ciudad de Calais y en boca de los voluntarios que este lunes eran legión en el campamento y en los alrededores del hangar de 3.000 metros cuadrados habilitado como estación de autobuses.

En tres filas diferentes, a lo largo de las vallas custodiadas por policías y gendarmes, y soportando el rigor invernal de la ciudad portuaria, hacían cola cientos de jóvenes sudaneses, eritreos o afganos, con sus mochilas, sus maletas o simplemente con lo puesto, algunos sin saber muy bien el destino geográfico y vital que les espera. Sonrientes y saludando desde las ventanillas de los autobuses, muchos de ellos entrarán en el dispositivo establecido para solicitar asilo en Francia. Otros seguirán intentado dar el salto al otro lado del Canal de la Mancha.

Un brazalete reflectante de color amarillo con la inscripción ‘centro de acogida provisional’ en la muñeca identificaba a los menores de edad. Este grupo no saldrá de Calais con las familias o los adultos, sino que permanecerán quince días en estos centros provisionales hasta que se examine si tienen familia en el Reino Unido y las autoridades británicas les permitan unirse a ella. Las autoridades francesas tenían previsto fletar este lunes unos 60 autocares en los que podrían abandonar la ciudad portuaria alrededor de 3.000 personas.

Notable despliegue de seguridad

Al medio día la jornada transcurría razonablemente bien. Salvo algún episodio puntual de desconcierto, reinaba la calma y el orden. El despliegue de seguridad era notable y la presencia de periodistas, también. Hasta 700 informadores acreditados han convertido el desmantelamiento de la jungla en un espectáculo mediático que molesta a los propios inmigrantes y pone a Francia bajo el foco internacional.

La carretera de acceso al hangar y al campamento de la jungla situado unos cien metros más allá, estaba acordonada y vetada a todo aquel que no tuviera acreditación. Policías y gendarmes hacían gala de una amabilidad y buen humor inusual con la prensa y las asociaciones, algo menos con los refugiados, según comentaban miembros de Human Rights Watch.

Quejas de las oenegés

Voluntarios de Save the Children, encargados como muchas otras oenegés de orientar a los migrantes, se quejaban de que las autoridades francesas no les habían dado detalles sobre el destino de los que hacían cola para subirse a los autocares.

“Queremos que la operación se desarrolle en calma. Por ahora es así. Haremos todo lo posible para que esté a la altura de nuestro país y su apego al derecho de asilo”, ha dicho el ministro del Interior, Bernard Cazeneuve, en París horas después del inicio del desalojo.

La prefectura de Pas de Calais tiene la orden de vaciar esta llanura de dunas próxima al puerto en el plazo de una semana. Sin embargo, nadie sabe cómo evitar que una nueva jungla se reproduzca en este emplazamiento que dista tan sólo 28 kilómetros del objetivo de muchos inmigrantes. Según la asociación L’Auberge de Migrants unas 2.000 no quieren irse porque insisten en perseguir el sueño de alcanzar las costas británicas.

Si todo sale según lo previsto, este martes empezará a desmantelarse la jungla, o lo que queda de ella. En lo que no hace mucho era casi un poblado de chabolas con su iglesia etíope, sus mezquitas, su escuela, su campo de fútbol, sus cafés y sus peluquerías, muchos migrantes estaban aun a la expectativa.

En la ruta norte, uno de los dos ejes que atraviesan el campamento se oye el crepitar de una hoguera en la que yace el esqueleto de una bicicleta. Un joven afgano se calienta las manos con la mirada perdida en el fuego. Otro corre apresurado con el mapa del lugar del que parten los autobuses. Fionna, la voluntaria inglesa que lleva 10 meses en la Jungla dando cafés en su caravana roja, empieza a repartir una nueva ronda a las 11 de la mañana. Junto a su furgoneta hay todavía mesitas bajas y taburetes, pero casi todos se toman el café de pie. Muchos confiesan su desazón. "No sabemos dónde nos llevarán".