Como si los nubarrones que cubrieron los cielos de Washington el día de la investidura hubieran servido de presagio, el discurso inaugural de Donald Trump solo ha servido para acentuar la ansiedad que se ha apoderado de buena parte de Estados Unidos en el arranque de su mandato. El estrambótico constructor, que supo reinventarse tras una sucesión de quiebras empresariales despidiendo a concursantes en un programa televisivo, rompió con la tradición de ensalzar los valores más nobles de la sociedad estadounidense y presentar una visión optimista del futuro. En su lugar, desplegó un populismo tenebroso y cargó contra la clase política con la que tendrá que gobernar en los próximos cuatro años, presentándola como una élite corrupta que se ha dedicado a explotar al pueblo.

«Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo en la capital de nuestra nación ha cosechado los frutos del Gobierno mientras la gente acarreaba los costes», aseguró durante una alocución cruda y oscura, de marcados tintes nacionalistas. «Washington floreció sin compartir la riqueza con el pueblo». Nada de eso es muy diferente a lo que Trump dijo durante la campaña, pero muchos esperaban algunos gestos para apaciguar a las facciones díscolas de su partido y a unos demócratas dispuestos a dar batalla desde el primer día, como demuestra el boicot de más de 60 de sus legisladores a la investidura. Ni a unos ni a otros los mencionó y, en un repudio del trabajo de sus predecesores, Trump describió la situación del país con tintes apocalípticos. «La carnicería americana se acaba aquí y ahora».

«DISCURSO ATERRADOR» / El veterano columnista conservador, George Will, calificó su discurso como «el más aterrador de la historia». «Ha sido una declaración de guerra contra Washington y el estatus quo tan evidente como la que las colonias (norteamericanas) declararon al Imperio Británico», ha dicho el historiador presidencial, Craig Shirley. La capital no asistía a un movimiento sísmico de estas dimensiones desde la investidura de Ronald

Reagan en 1981, según el Washington Post. La diferencia es que el héroe conservador apuntó entonces al gobierno como fuente de todos los males, mientras que Trump cargó contra el establishment y la clase política. Reagan acabó además con una visión esperanzadora del futuro.

Más que a la de Reagan, la revolución que propone el multimillonario neoyorkino ha sido comparada a la de Andrew Jackson, el primer populista en gobernar EE UU (1829-1837). Y es que en su discurso tampoco hubo ninguna alusión a que pretenda abrazar la ortodoxia republicana en cuestiones tan fundamentales como la política exterior o el comercio. El magnate recuperó la idea de «América, primero», una suerte de nacionalismo económico con tintes proteccionistas, como queda claro en la agenda publicada ayer sábado en la web de la Casa Blanca. Todo el lenguaje dedicado al cambio climático, los derechos civiles o la igualdad de los gais ha desaparecido. Sí están en cambio las intenciones de revocar el acuerdo comercial Transpacífico o de salirse del Nafta si México y Canadá se niegan a renegociarlo.

Por el momento, la Administración Trump ha echado a andar a un paso bastante más lento del prometido. Además de ese primer decreto firmado por el presidente, en el que insta a las agencias gubernamentales a desmantelar partes de la reforma sanitaria de Obama, la Casa Blanca emitió el viernes por la noche un memorando que congela todas las acciones regulatorias del gobierno. Solo dos de sus ministros han sido confirmados hasta ahora en el cargo.

El discurso de Trump tampoco hizo nada para calmar la preocupación de muchas cancillerías extranjeras. El magnate presentó al mundo como una banda de piratas dedicados al saqueo de EE UU. «Debemos proteger nuestras fronteras de los estragos de otros países que fabrican nuestros productos, roban nuestras compañías y destruyen nuestros empleos». A la previsible desconfianza con la que será recibido en el exterior, tendrá que añadir un nivel de contestación interna mayúsculo. La izquierda tiene la oportunidad que tanto llevaba esperando para galvanizar esa energía y crear su propio Tea Party.

El ánimo que se ha apoderado de parte del país lo describió ayer muy gráficamente el columnista del New Yorker, John Cassidy, al recuperar una cita del ministro de Exteriores británico, Lord Edward Grey, en los prolegómenos de la primera guerra mundial. «Las lámparas se han apagado en toda Europa y no volveremos a verlas encendidas en nuestra generación».