Hace casi exactamente un año, Randy Leatherman acudió con su hijo al aeródromo de Hagerstown para ver al único candidato presidencial que hizo escala en este pueblo grande del noroeste de Maryland. Hacía calor y, desde las ocho de la mañana, cientos de personas esperaron en el hangar. Unos querían ser testigos de la historia; otros soñaban con darle la mano al hombre que prometía dinamitar la política estadounidense y rescatar a la sufrida clase trabajadora. Ocho horas después, la música empezó a atronar y un helicóptero recién llegado de Nueva York aterrizó sobre la pista repartiendo bofetadas de aire racheado. «Fue como un concierto de rock. ‘Vaya show’ le dije a mi hijo. Es Donald Trump, está hecho para ser presidente», recuerda Leatherman.

En la carretera, el magnate raramente decepciona. Es maleducado, provocador y exagerado. De esa clase de personas que no permiten que nada le estropee una buena historia. Ni siquiera la verdad. Y aquel día llamó «mentiroso» a Ted Cruz; «comunista» a Bernie Sanders; y «estafadora» a Hillary Clinton. «Cuando miréis atrás pensaréis que este ha sido el voto más importante de vuestras vidas», dijo Trump a la concurrencia.

Después de ocho años de presidencia demócrata, Leatherman había encontrado a su hombre. Bombero retirado y agricultor en sus ratos libres, es de los que se sintió aludido cuando Barack Obama fustigó a los obreros del Medio Oeste industrial presentándolos como unos «amargados que se aferran a sus pistolas» y a sus biblias. «Nunca en mi vida he encontrado el candidato perfecto, pero Trump se le acerca mucho. Me encanta el personaje porque su corazón está en el lugar correcto. Ha puesto nuestra seguridad por encima de todo», dice en el jardín de su casa.

Fuera de Washington, Nueva York o Los Ángeles, las burbujas del poder político y económico del país, el presidente no ha perdido el tirón. Al menos, entre quienes le votaron. El 93% de los votantes de Trump aprueban su gestión, según una encuesta de la Universidad de Virginia. Es como si ambos extremos observaran la realidad desde un prisma distinto. Para sus seguidores, los cambios de posición del presidente no denotan falta de principios, sino pragmatismo. Sus bravuconadas en Twitter no son insultos bochornosos sino las reacciones sin filtros de un hombre honesto; en los contactos con Rusia no hay una oscura trama, sino humo fabricado por la prensa.

Al igual que Leatherman, Marilee Kearns es miembro del comité republicano de este condado de Washington, donde Trump obtuvo el 64% de los votos. Enjoyada y risueña, contable reconvertida en empresaria del ladrillo, le va bien en la vida. Se ve a la legua. El populismo no es lo suyo. «Yo le daría un notable», dice tras pedir una coca-cola en una cafetería. «Podría haberlo hecho mejor en la reforma sanitaria. El plan no estaba cerrado ni bien negociado, pero Trump está aprendiendo, necesita tiempo». Dicho eso, le gusta casi todo lo que ha hecho: la eliminación de regulaciones, la aprobación de los oleoductos, el nombramiento de un juez conservador para el Supremo. «Lo de Rusia no me interesa. Si de verdad hubieran descubierto algo comprometedor ya le hubieran destruido», dice Kearns.

Para ella, la sola presencia de Trump en la Casa Blanca basta para «drenar el pantano», la metáfora para limpiar Washington usada por el neoyorkino. Que no haya tomado medidas en ese sentido, es lo de menos. «Los padres fundadores no concibieron la presidencia como un coto reservado a los políticos. Querían a granjeros y empresarios, gente dispuesta a servir antes de retomar sus carreras».

Por más que el republicano arrasara en este condado, la división social es palpable. Lo sabe Jeff Zawatski, quien recibió una larga lista de amenazas en Facebook tras alabar a Trump en un periódico británico. Ahora culpa al mensajero y ahuyenta de malas maneras al periodista de su tienda de antigüedades.