Luce gafas Ray-ban y un pin de sus queridos líderes en su americana italiana. Ri Ryong-woo, de 24 años, acaba de regresar a Pyongyang después de dos años estudiando Finanzas en Pekín. «Todo ha cambiado. Calles, edificios, parques… Me preguntaba si este era realmente mi país. Aquí no me falta de nada», asegura en una cafetería de maderas nobles, refinados sofás y esculturas romanas con aire burgués decadente.

Ri integra una clase social tan nueva como escasa. Son los millenials, la generación jangmadang o del mercado negro, los hijos de los donju o maestros del dinero. La forman apenas un 1 % de la población de un país que más allá de los neones de Pyongyang lidia con una malnutrición severa.

El treintañero líder estudió en Europa y sabe cómo se divierte Occidente. En los últimos años ha abierto boleras, parques de atracciones, complejos de esquí, cafeterías y restaurantes donde pueden fundirse el dinero de sus padres. A la paga semanal de 50 dólares de Ri no le faltan destinos. Abundan el rastro occidental en Pyongyang. Los jóvenes van pegados al móvil, las minifaldas y los tacones han enterrado el rigor y abundan peinados lisérgicos. La primera dama, Ri Sol-ju, abrió una senda que los jóvenes siguen con entusiasmo.

El epicentro de los millenials es Pyonghattan, contracción de Pyongyang y Manhattan. En los impolutos rascacielos se juntan negocios de manicura y masajes, tiendas delicatesen con queso francés y leche alemana y restaurantes occidentales.

«Siempre que estoy fuera quiero volver. Echo de menos la gente, el clima, la vida sencilla…» enumera Ri Sol-sim, una atractiva joven. No echa de menos, en cambio, la prensa libre y el cine extranjero, las discotecas ni internet.

Los cuatro dólares que cuesta su capuccino son la mitad de un salario medio. La cafetería es frecuentada por jóvenes con inglés fluido, viajados y con padres en el sector del comercio exterior.