La familia Al Siam vive en un piso lúgubre de un edificio en el campo de refugiados de Al Shati (la playa, en árabe), en la ciudad de Gaza. Por las ventanas entra una luz mortecina, pero las paredes están iluminadas por el colorido de varios cuadros. Los ha pintado Mohannad, de 22 años, el segundo de cinco hermanos.

Nunca estudió pintura, ni siquiera acabó la escuela secundaria, pero a los 6 años ya mostró una gran destreza dibujando y fue perfeccionando su técnica de forma autodidacta. La casa está llena de retratos a lápiz y carboncillo, óleos y acuarelas.

Su talento es la única fuente de ingresos de la familia. Mohannad da clases de dibujo esporádicamente. Lo poco que gana no le llega para alimentar a la familia, que vive de la asistencia de la Agencia de la ONU para los Refugiados de Palestina (UNRWA).

Casi 1,3 millones de personas en Gaza son refugiadas y su educación, salud y en muchos casos, alimentación, dependen de UNRWA. Mohannad quería estudiar en la universidad, pero no pudo porque sus padres solo tenían dinero para pagar los estudios del primer hijo. Ahora sueña con venir a Europa para formarse como artista porque en Gaza «no hay futuro», afirma.

El paro en la franja, donde viven 1,9 millones de personas, es del 48%, pero entre los jóvenes de 18 a 29 años, supera el 72%, según la Oficina de Estadísticas de la franja. La población es joven, el 71,5% tiene menos de 30 años, y miles de chicas y chicos llenan las aulas de las universidades, aún sabiendo que después no encontrarán trabajo.

«Los jóvenes que estudian son los que sufren un mayor grado de frustración porque tienen una carrera pero no pueden trabajar», afirma la psicóloga Zahia Elkara, del Programa de Salud Mental de la Comunidad de Gaza (PSMCD). En los últimos años, según Elkara, ha aumentado el número de jóvenes adictos a drogas como el tramadol, un medicamento opiáceo.

SIN PERMISO PARA GOBERNAR / La vida en Gaza, uno de los lugares con mayor densidad de población del mundo, es asfixiante. Israel impuso un bloqueo sobre la franja por tierra, mar y aire en el 2007, después de que el movimiento islamista Hamás tomara el poder tras unos enfrentamientos con Fatá que costaron 118 vidas y 600 heridos. Hamás había ganado las elecciones del 2006 pero Israel y la comunidad internacional no le permitieron gobernar.

Gaza ha sido un lugar hermético durante años. Al bloqueo israelí se sumó el cierre casi permanente de la frontera con Egipto, que desde hace unos meses funciona con algo de regularidad, solo para los que puedan pagarse la salida.

En once años, Israel ha lanzado tres ofensivas militares en Gaza (2008-2009, 2012 y 2014) con miles de muertos, la mayoría civiles, y decenas de miles de heridos. Más de 18.000 viviendas quedaron destruidas hace cuatro años y aún hay familias desplazadas y edificios sin reconstruir.

Las casas solo disponen de electricidad cuatro horas al día. A muchas no les llega el agua a diario. El 97% del agua corriente en la franja está contaminada y hay que comprarla embotellada, lo que supone un gasto importante.

«Tengo la sensación de que me han robado la juventud. Israel nos tiene atrapados en una cárcel y Hamás nos oprime y reprime. Por eso la gente no teme a la muerte», señala una joven gazatí que prefiere no dar su nombre.

«En los últimos cuatro años ha habido muchos intentos de suicidio, entre 400 y 500 anuales. En 2018 ya se han quitado la vida 17 o 18 personas. La situación es alarmante porque antes no había suicidios aquí, son una muestra de la indignación, la frustración y el estrés», alerta el director del PSMCG, Yaser M. Abu-Yamei.

Estas tres palabras llevaron a Ahmad Abdala, carpintero de 32 años y padre de cinco hijos, a intentar quitarse la vida. En el 2007, Ahmad trabajaba en una fábrica del área industrial de Karni. Las cosas le iban bien, se casó y pidió dinero prestado para comprar un piso.

Debido al bloqueo israelí, la fábrica tuvo que cerrar. «Los que me habían dejado dinero para el piso me lo reclamaron, también lo necesitaban. Entonces comencé a tener trastornos mentales», explica Ahmad, que vive en el campo de refugiados de Yabalia, en el norte de Gaza.

Para intentar subsistir, instaló un puesto de golosinas frente a un centro de salud, pero la policía le ordenó trasladarlo a otra calle el pasado 23 de julio. Ahmad se negó porque el lugar alternativo era menos concurrido y eso perjudicaba las ventas.

«Perdí la cabeza», recuerda. Destrozó su puesto, cogió un bidón de gasolina de un mecánico, se echó un chorro por encima y se prendió fuego. Le salvó la vida la rápida reacción de un vendedor que lo cubrió con una manta, pero sufrió quemaduras en el 30% del cuerpo.

VIDA SIN SENTIDO / «Estaba desesperado, no veía sentido a la vida», confiesa Ahmad, que se ha sometido ya a tres operaciones y lleva los dos brazos vendados. Argumenta que no teme a la muerte porque no tiene «nada que perder». Lo mismo piensan centenares de personas que se han manifestado desde el 30 de marzo en los límites entre Gaza e Israel en la Gran Marcha del Retorno para pedir que los refugiados regresen a sus tierras.

En las protestas las fuerzas israelís han matado a 173 palestinos y han herido a casi 18.000, según la ONU. Varias oenegés denunciaron que las heridas presentaban una severidad fuera de lo habitual y que centenares de personas, sobre todo hombres de entre 20 y 30 años, sufrirán discapacidades toda la vida.