Tailandia finiquitará un lustro de dictadura militar este domingo con sus primeras elecciones en ocho años. Se perciben ganas de votar y cierto cosquilleo en las calles, con ubicuos carteles de candidatos y surcadas por vehículos que piden el voto desde atronadores altavoces. Pero está muy lejos la algarabía popular que se espera de estas transiciones. Influye la rutina en un país que en ocho décadas ha encadenado una veintena de intentos de golpes de Estado, doce de ellos exitosos. Tampoco lo que dejará atrás responde al perfil de régimen atroz ni lo que viene se parecerá a una democracia comme il faut. Poco cambió la vida de los tailandeses tras la asonada de 2014 y son improbables los bandazos tras el domingo.

Las elecciones estaban prometidas desde que los militares, comandados por el general Prayuth, tomaran el poder. Fue una asonada a la manera del País de las Sonrisas, sin pegar un tiro. Los exhaustos tailandeses agradecieron que alguien pusiera orden tras años de convulsiones sociales que en los últimos seis meses habían dejado decenas de muertos en las calles de Bangkok entre disparos y granadas.

Prayuth prometió que no se eternizaría en el poder sino que pacificaría el país y establecería las bases necesarias para convocar las elecciones al año siguiente. Hace tiempo que los tailandeses perdieron la paciencia. Las pertinaces cancelaciones de las elecciones justificaban las dudas sobre sus propósitos y ni los escándalos de corrupción ni el estancamiento económico estimularon la comprensión. El PIB tailandés ha crecido alrededor de un 4%, el menor registro del sudeste asiático y por debajo del potencial que suponen los expertos. Tailandia ya encabeza la clasificación global de desigualdad social, con el 66 % de la riqueza en manos del 1 % de la población.

También ha castigado la disidencia y ha atacado la libertad de expresión en prensa e internet. Pero las dictaduras chinas y vietnamitas, con actitudes similares, gozan de un apoyo popular masivo: la diferencia, pues, radica en la salud económica.

POSIBLE TRIUNFO MILITAR

Aquellas bases necesarias de las que hablaba Prayuth se han revelado como garantías para mantener su influencia tras los comicios. Los 500 parlamentarios que saldrán elegidos el domingo tendrán que elegir al presidente junto a los 250 senadores que la Junta militar designa a dedo. Las cuentas exigen un milagro para que no se imponga el partido militar Palang Pracharath.

También se ha esforzado la Junta en evitar el triunfo de su némesis, el exprimer ministro Thaksin Shinawatra, cuyos partidos han arrasado en todas las elecciones de las dos últimas décadas gracias al apoyo masivo del campesinado. Bajo la égida del empresario en el exilio se cobijan varios partidos para que la ilegalización de uno permita el trasvase de votos a otro. El mes pasado fue disuelto sin contemplaciones por la junta electoral el Thai Raksa Chat tras haber nominado como candidata a la princesa Ubolratana Mahidol, hermana el rey Vajiralongkorn.

Esta es la segunda parte del plan de los militares para reinar en Tailandia. Primero fue el golpe de Estado y ahora buscan la legitimación democrática con el ritual de las elecciones. La democracia que van a permitir está muy lejos de las expectativas de la gente. Quieren crear una nueva élite militar que será muy poderosa en los próximos años, quieren mantener la falta de control sobre ellos y el poder sobre la sociedad civil, opinaba días atrás Paul Chambers, profesor de la Universidad de Naresuan, en un panel de expertos en Bangkok. Existe una tendencia conservadora muy arraigada en la clase media que quiere estabilidad y paz. La Junta airea el miedo al regreso del caos si algún día no están, añadía el historiador Chris Baker.

Prayuth no tiene ni idea de economía, es un militar. Pero nos ha traído tranquilidad, opina Patchareeya, empresaria de telecomunicaciones. No se puede permitir que la gente diga todo lo que le dé la gana en internet, eso puedo empujar a que otros causen disturbios. El bien común es más importante, responde sobre la represión militar.

TERCERA VÍA

Las elecciones desvelarán si Tailandia supera esa histórica polarización entre los camisas rojas, formados por las masas de campesinos de las provincias rurales, y los camisas amarillas, que representan a los intereses de las élites de Bangkok. Una elemental lógica matemática ha bastado en las dos últimas décadas para decodificar las elecciones: Thaksin ganaba porque hay muchos más pobres que ricos en Tailandia.

Pero en la sociedad anida el deseo de superar ese bloqueo. Entre los militares y los conservadores por un lado, y las formaciones de Thaksin en el otro, emerge una tercera vía. Es Thanathorn Juangroongruangkit, el líder del partido Anakot Mai, apegado a las políticas populistas pero sin el legado corrupto de Thaksin y decididamente más joven y guapo. Thanathorn es venerado entre los nueve millones de tailandeses que votarán por primera vez.

Pronto se sabrá si los militares triunfan en su lampedusiano plan de cambiarlo todo para que todo siga igual.