Todo comenzó hace unos días en Florida en un mitin, el escenario predilecto de Donald Trump, plantado sobre el centro del universo. Sus seguidores le recibieron con carteles de ánimo y fotos épicas en las que se le veía rebosante de juventud. El presidente presumió de salud porque preocupan sus 73 años. El contraataque político más lógico hubiese sido recordar los años de sus principales rivales del Partido Demócrata: Sanders y Bloomberg están cerca de los 78; Biden tiene 76 y Elisabeth Warren, 70. Todos estaban vivos cuando Harry Truman, el de Hiroshima, era presidente de EEUU. La edad tampoco ayuda a Pete Buttigieg, la sensación de las encuestas en Iowa y New Hampshire, porque tiene solo 37, casi un niño.

Pero el presidente menos estadista de la historia reciente de EEUU escogió una vía imprevista, que es una declaración psicológica de sus debilidades. El comandante en jefe de la principal potencia nuclear del mundo se tuiteó a sí mismo con el cuerpo musculoso de Rocky Balboa (Sylvester Stallone). No se trató de un exceso de Photoshop, sino de un copia y pega. No fue consecuencia de la acción criminal de un hacker ruso, o ucraniano, que están de moda, sino una expresión de felicidad presidencial. Trump se ve como el hombre antisistema que llegó por casualidad a pelear un título mundial y lo ganó contra pronóstico.

La foto trucada ha sido el hazmerreír durante el puente de Acción de Gracias, la fiesta familiar más importante de EEUU, y fuente inacabable de mofas en las redes sociales. La mala noticia es que solo se carcajean los que no le votan; sus seguidores están entusiasmados, les parece un líder ocurrente y provocador.

Más allá de los motores psicológicos de los tuits, es sintomático que Trump escoja un tipo de imágenes propias de dictadores. Recuerdan al macho man Vladímir Putin a caballo con el torso desnudo -el suyo-. O a Kim Jong-un, también sobre un caballo blanco entre tierras nevadas con la mirada perdida en la lontananza, como si el jefe tuviera la capacidad paranormal de ver más allá de cualquiera de sus súbditos.

La foto de Rocky le emparenta con una escenografía del poder absoluto en la que no cabe la desobediencia ni la libertad, como en la corte de Haile Selassie escrita por Kapuscinski en su libro El emperador. La imagen es consecuente con el trato que Trump dispensa a ese tipo de líderes, como el general Abdul Fatah al Sisi, de Egipto, o Recep Tayyip Erdogan, de Turquía, con los que parece estar más a gusto que rodeado de sus aliados en el G-7, o los de la OTAN, a los que desprecia y critica.

La reelección de Trump en noviembre del 2020 no se va a resolver en Twitter, ni descifrando la psicología de sus mensajes. El actual presidente de EEUU no parece un tipo intelectualmente sólido, formado y ávido de aprender; se muestra con una personalidad que está estructurada en torno a un narcisismo primario. Es fácil reírse de él, despreciarle, apostar por su presunta idiotez. Ese ha sido el error garrafal en estos tres años.

Trump tiene olfato, una inteligencia que le permite detectar la dirección del viento antes que los demás, algo frecuente en los autócratas. Conoce a los habitantes de su país mejor que algunos analistas de Washington y Nueva York, y que muchos de los políticos que le van a disputar el cargo. Sabe utilizar con maestría el lenguaje simple, el que entiende la gente. Sabe que su nivel es el mayoritario de un país que trabaja muy duro y se esfuerza por salir adelante.

Escenografía del mandato

Lo de pensar es un asunto de liberales ociosos, gentes de Nueva York, la ciudad del vicio y los placeres. Hay dos Américas, y Trump conoce a las dos. La foto robada a Stallone debería tener alguna consecuencia legal, ¿no se trata de un robo digital de propiedad intelectual? ¿Tiene aún Rocky Balboa un copyright sobre su cuerpo?

La foto es parte de la escenografía de un mandato que nació con la denuncia de las fake news sobre su inauguración -porque no soportaba ser menos que Obama-, y que las ha convertido en el eje de un modo de entender el poder y de enfrentarse a todo lo que no sea halago y pleitesía. Si viviera Charlie Chaplin, el que escribió, dirigió y protagonizó El gran dictador en pleno ascenso de Hitler, cuando era valiente parodiar al führer, haría una burla insuperable sobre esta era de la posdemocracia. Trump no es Hitler, pero resulta fácil imaginárselo jugueteando con un globo terráqueo mientras grita «el mundo me ama», «el mundo me ama».