En enero del 2018, Bulgaria coronaba el hito de asumir la presidencia del Consejo Europeo por primera vez en su Historia. Una inyección de prestigio para un país con un bagaje de poco más de una década en el club comunitario y todo un espaldarazo de autoestima para el devenir del pueblo más pobre del continente. O eso parecía. Porque pocas efemérides han lucido una cara B tan perversa como la de esta ocasión: El Ejecutivo de Sofía se convertía en el primero en liderar la alta instancia comunitaria bajo el escrutinio del Mecanismo de Cooperación y Verificación (MCV), un órgano que actúa cuando un miembro no cumple con los compromisos comunitarios contraídos en materia de libertad, seguridad y justicia. Un tutelaje entre lo paternal y lo humillante, que evidenciaba que Bulgaria no solo era, es, la nación más pobre, sino que también está considerada con rotunda unanimidad como la más corrupta de toda la Unión Europea.

De hecho, el MCV se creó ex profeso por la incorporación de Rumanía y Bulgaria en el 2007, cuando se les diagnosticaron severas lagunas por superar en cuanto a su modelo de justicia. La medida tenía un carácter transitorio para ayudar a ambos estados a subsanar sus deficiencias. La Comisión estableció una serie de obligaciones en aras de que búlgaros y rumanos pudieran ejercer plenamente sus derechos como ciudadanos de la UE, al tiempo que se implementaron indicadores para evaluar los avances. Unos parámetros que, en el caso de Bulgaria, se centraban en la independencia, la profesionalidad y la eficacia del sistema judicial, así como la lucha contra la corrupción y la delincuencia organizada.

PARADOJA

La paradoja se revela al conocer que la desconfianza no es recíproca: los búlgaros ocupan el segundo lugar entre los europeos que profesan mayor confianza en la UE, según datos del Eurobarómetro del 2018, con un 57%. Casi idéntico porcentaje en el extremo opuesto, el que muestra la ciudadanía búlgara al evaluar su propio sistema judicial, cuya solvencia e independencia quedan en tela de juicio para el 58% de la sociedad.

Esa percepción amenaza con prevalecer si se siguen dando medidas tan controvertidas como la adoptada hace justo dos años por Rumen Radeb en enero del 2018, durante su breve singladura como presidente del país, cuando vetó un proyecto de ley contra la corrupción que había aprobado el Parlamento semanas atrás. Radeb arguyó entonces que la ley no iba a permitir una investigación eficiente de las tramas de corrupción.

La negativa supuso un nuevo revés para las ansias de transparencia de la ciudadanía, no así para Bruselas, que al año siguiente, a finales del 2019, proponía la retirada definitiva de la vigilancia sobre el Estado búlgaro al constatar un progreso suficiente en la lucha contra la corrupción y el crimen organizado para garantizar la independencia judicial en el transcurso de los últimos 12 meses. El MCV avalaba el cumplimiento de los compromisos que Sofía asumió en el momento de su adhesión a la UE, por lo que solicitaba formalmente la conclusión del tutelaje. La decisión queda en manos de Ursula von der Leyen, la flamante nueva directora de la Comisión Europea.

DILEMA

La realidad del país balcánico parece empeñada en no precipitar los avances comunitarios con constantes muestras de vulneración de las más elementales garantías de transparencia y equidad. Una de las pruebas más flagrantes llegó con el sonado caso de la periodista Viktoria Marinova, violada y asesinada justo al divulgar las primeras conclusiones relevantes de su investigación sobre el turbio entramado de sobornos y corruptelas en torno a los fondos públicos de la UE oficialmente destinados para el desarrollo del país. Cantidades ingentes de euros que acababan engrosando de forma ilícita las arcas de grandes corporaciones, según revela la web Bivol.

La intención de silenciar a la periodista ha obrado de nuevo el efecto Streisand, amplificando la repercusión de las conclusiones de la investigación entre la opinión pública búlgara y levantando nuevas dudas en Bruselas. Queda en manos de Von der Leyen la papeleta de confiar en un Estado tan profundamente contaminado por la sombra de la corrupción durante décadas u optar por prolongar la tutela y deslegitimar el dictamen de la propia organización comunitaria.