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Fin de la era De Blasio en Nueva York: historia de dos alcaldes

Tras dos mandatos, el alcalde de la Gran Manzana acumula éxitos en educación preescolar y fracasos en la promesa de dar cobijo a los 'sin hogar'

Bill de Blasio.

En su populista campaña para la alcaldía de Nueva York en 2013 la promesa central del demócrata Bill de Blasio fue abordar la colosal brecha de desigualdades entre ricos y pobres en la urbe de 8,8 millones de habitantes y, tras los 12 años del milmillonario Michael Bloomberg en las riendas, acabar con “la historia de dos ciudades”.

Ocho años después, tras dos mandatos que tocan a su fin con la llegada del año nuevo y a la espera de que el paso del tiempo asiente un legado que estará inevitablemente marcado por su gestión en los dos últimos años de la pandemia, lo que queda con De Blasio es una historia de dos alcaldes: el que ha hecho realidad algunas de las políticas progresistas que prometió y el que, a la vez, despierta profundas antipatías, incluso en quienes le votaron. Por decirlo como lo ha escrito crudamente David Freedlander en la revista New York: “A los votantes de Nueva York les gustó lo que hizo. Al final, simplemente no les gustaba él”.

Logros

En el lado de los logros de De Blasio el más monumental ha sido el establecimiento de la educación preescolar gratuita universal para los niños de cuatro años, un modelo que también ha puesto en marcha para los de tres y que por ahora ahora ha dado acceso a la educación temprana sin coste a casi 100.000 menores. El modelo ha llegado a la agenda del presidente, Joe Biden.

En ese lado está también el De Blasio que presionó para lograr que el Estado aprobara un salario mínimo de 15 dólares por hora, incluyó en la ley bajas pagadas por maternidad y enfermedad, ha creado o mantenido 200.000 unidades de vivienda asequible, ayudó a 2,3 millones de neoyorquinos congelando las subidas en alquileres regulados y dio asistencia legal gratuita para que inquilinos pudieran luchar contra desahucios; el alcalde que creó el programa IDNYC que dio una identificación y abrió las puertas a servicios a inmigrantes y otras personas sin documentos y bajo cuyo mandato la pobreza en Nueva York se ha reducido, del 20,5% en 2013 al 17,9% en 2019 y del 47,2% al 40,8% en el caso de quienes viven poco por encima de ese umbral.

Sombras, fracasos y polémicas

Junto a las luces de la agenda progresista implementada en una ciudad que ha visto pasar su presupuesto de los 70.000 millones de dólares que tenía Bloomberg hasta los más de 100.000 millones de este año fiscal, además, hay sombras. El 70% de las escuelas neoyorquinas, según un estudio del Proyecto de Derechos Civiles de UCLA publicado este verano, siguen estando “intensamente segregadas” en términos raciales y socioeconómicos.

El impulso de De Blasio a la vivienda accesible, según un informe de la Community Service Society, satisfacía las necesidades de menos del 15% de quienes más en riesgo están en Nueva York de quedarse sin hogar. Sus nueve proyectos de recalificación de zonas, centrados hasta la aprobación reciente que afecta al Soho y Noho en barrios más modestos, han fomentado la gentrificación y la especulación inmobiliaria. Y los escándalos y la mala gestión sacuden a la agencia municipal responsable de la vivienda subvencionada, que acumula una factura de 40.000 millones de dólares en reparaciones pendientes y fue colocada bajo un supervisor federal en 2019 por sus crisis.

Fracaso con los 'sin hogar'

En ese lado negativo de la balanza, además, está el De Blasio de promesas incumplidas y polémicas. Su mayor fracaso, según ha reconocido él mismo, ha sido no haber conseguido aliviar el problema de las personas sin hogar, que se ha agravado, especialmente en el caso de los hombres adultos. Para 2018, antes de que la pandemia golpeara Nueva York y empeorara aún más la situación, más de 63.000 personas dependían del sistema de refugios, un 19% más que en 2014.

Pero además persisten los barrios que son desiertos de transporte público o de zonas verdes, los problemas en la cárcel de Rikers, tormentas por propuestas como la de eliminar programas de educación para los estudiantes más brillantes o el lento avance de los proyectos de protección de la ciudad ante tormentas y crecidas de un alcalde que, eso sí, ha implementado algunas medidas destacadas de lucha contra la emergencia climática, incluyendo la desinversión en combustibles fósiles de los planes de pensiones municipales o una ley que obliga a recortar las emisiones en edificios grandes y bajo cuyo mandato se ha fomentado la bicicleta como medio de transporte.

La policía y el gobernador

De Blasio ha tenido la capacidad de incomodar tanto al poderoso departamento de policía de Nueva York como a quienes apostaron por sus promesas de reformarlo. Su llegada a Gracie Mansion hizo que se redujera radicalmente el uso de la polémica práctica de “parar y cachear” que ponía en la diana especialmente a negros latinos (disparada en el mandato de Bloomberg hasta un pico de casi 700.000 detenciones en 2011 y que para 2019 habían bajado a 13.400).

Tras sus comentarios críticos por la muerte a manos de la policía de Eric Garner en 2014 y el asesinato de dos policías enfrentó la ira de los uniformados, que le dieron la espalda en el funeral de los agentes y en el caso de un líder sindical llegaron a acusarle de tener “sangre en las manos”. Pero el verano pasado, con las protestas nacionales tras el asesinato de George Floyd, se puso a la defensiva ante la agresiva represión de los manifestantes.

Con el que hasta verano fue gobernador del estado, el también demócrata Andrew Cuomo, la relación ha sido de rivalidad y hasta enemistad, algo que ha tenido consecuencias en acciones legislativas y presupuestarias y que convirtió la respuesta inicial a la pandemia en un triste espectáculo de enfrentamientos y egos.

Cuestión de piel

El desamor hacia De Blasio es también cuestión de piel. Más allá de las oscuras sombras de acciones de ética dudosa en la recaudación de fondos (por las que no ha llegado a ser imputado), su imagen ha llegado a ser caricaturesca, es ridiculizado a menudo y se le ve y define como un gestor problemático. En la revista New York gente que ha trabajado con él le ha definido, desde el anonimato, como testarudo, “brutalmente desagradable con la gente” y “arrogante”. Y aunque su breve carrera en las últimas primarias demócratas para la presidencia fue un descalabro, late con fuerza la posibilidad de que aspire ahora a dirigir el gobierno estatal en Albany.

Le perseguirá, como lo ha hecho en la alcaldía, lo que Juan Manuel Benítez, productor, director y presentador de Pura Política en el canal local de noticias NY1, señala como su “poco carisma” y sus “pobres dotes como comunicador”, algo que el propio De Blasio ha reconocido.

Benítez, no obstante, cree que “para hacer un balance justo de su gestión se requiere de la perspectiva del tiempo, más aún cuando los últimos dos años han estado marcados por la pandemia y sus efectos más negativos, como la subida de los índices de delincuencia después de haber registrado con él bajas históricas”, y piensa que “algunas de sus medidas más populares podrían restituir su imagen en el futuro”.

Mucho menos positivo es el análisis de Kenneth T. Jackson, profesor de historia y sociología en Columbia y editor de The Encyclopedia of New York City. En un correo electrónico hace una comparativa con Michael Bloomberg, que llegó a la alcaldía al principio de 2002 cuando Nueva York acababa de ser víctima del ataque al World Trade Center y “el futuro de la gran ciudad era confuso como mucho” pero se marchó dejando la urbe transformada. “En contraste”, dice el historiador, “la ciudad estaba en su apogeo cuando De Blasio llegó al cargo en 2014 y no está tan bien a finales de 2021. No hace falta decir más”, sentencia.

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