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Tensión asiática

Taiwán-China: el delicado equilibrio del Estrecho de Formosa

En el conflicto hay elementos tranquilizadores que descartan el secesionismo unilateral y fijan un marco de convivencia elemental.

Nancy Pelosi y Tsai Ing-wen, presidenta de Taiwán.

Es probable que los libros etiqueten la semana pasada como la cuarta crisis del Estrecho de Formosa. Sirve el apunte para sentar que, aunque abunda el tremendismo cuando de Taiwán se trata, ni las tensiones ni los pronósticos de inminentes invasiones chinas son nuevos. Es inédita, en cambio, la atención mediática minuciosa a ejercicios militares que en Asia son rutinarios, con diarios recuentos de las naves en concurso y de las que han cruzado la frontera oficiosa.

Es dudoso que esta sea la mayor crisis de la Historia. El fragor es innegociable cuando en la isla gobierna el Partido Progresista Democrático y este ha contado con presidentes más incendiarios que la actual, Tsai Ing-wen, razonable y sensata. Chen Shui Bian, a principios del milenio, se despertaba cada día pensando en la mejor forma de irritar a Pekín. El partido, además, ha virado desde su independentismo al soberanismo y respeto del status quo. En el conflicto, pues, hay elementos tranquilizadores que descartan el secesionismo unilateral y fijan un marco de convivencia elemental.

Durante décadas de amenazas chinas y victimismo taiwanés, de misiles apuntando a la costa opuesta y de cíclicos incendios, una tranquilizadora certeza ha frenado la guerra: ni Taipei ni Pekín quieren “su” isla arrasada ni “su” pueblo masacrado. China habla de los taiwaneses como compatriotas y ve la isla como otra habitación de la vivienda familiar. Lo que acrecienta el riesgo actual es la irrupción de un tercer elemento, Estados Unidos, al que Taiwán le es tan ajena como lejana, sin ninguna evidencia de que su destino le importe más que el de Irak o Afganistán.

Escollo en la relación

Xi Jinping, presidente chino, le aclaró en una reciente charla telefónica a su homólogo estadounidense, Joe Bidenque Taiwán era el principal escollo en la salud de la relaciones bilaterales. Más que las guerras comerciales o tecnológicas de Trump o que las denuncias de violaciones de derechos humanos en Xinjiang. Taiwán afecta a la soberanía y la integridad territorial, asuntos sagrados para China porque entroncan con el colonialismo y otros traumas históricos.

Las ventas de armas y las visitas oficiales que soliviantan a China, esporádicas antes, aumentaron con Trump. Biden no sólo ha continuado la estela sino que amenaza líneas rojas que Estados Unidos había respetado. Sirven de ejemplo la visita de la congresista Nancy Pelosi, la aparente demolición del principio de “ambigüedad estratégica” o las voces que piden jubilar el de “una sola China”, un “casus belli” para Pekín. La prensa oficial critica a menudo el cinismo de Washington, que promete que nada ha cambiado en su política hacia Taiwán mientras amontona evidencias de lo contrario. La deriva impide el optimismo. Cualquier problema entre las dos superpotencias es subsanable menos el taiwanés y no parece que Washington, descubierto el punto débil de China, vaya a dejar de golpearlo.

Las maniobras militares de la semana pasada han sido las mayores en una zona, el estrecho de Formosa, donde no han escaseado. Comprendieron el lanzamiento de misiles por primera vez y la demarcación de seis zonas frente a las costas que supusieron un bloqueo de facto de la isla. Una mirada con perspectiva, sin embargo, resta dramatismo al balance de la visita de Nancy Pelosi. En sus vísperas había prometido China medidas militares “contundentes” que sugerían un estallido bélico con Estados Unidos. El acompañamiento de cazas chinos al avión militar de la congresista o su aterrizaje forzoso en suelo continental, opciones que barajaban respetables sinólogos, eran actos de guerra o se le parecían mucho. Es un alivio global y una decepción para los nacionalistas chinos que todo haya acabado con ese teatrillo castrense de uniformes planchados, cascos relucientes y una decena de misiles lanzados al fondo del mar tras la partida de Pelosi. Los taiwaneses desdeñan las predicciones de guerra inminente que llegan de occidente pero temen la factura económica. “Me preocupa que caiga la bolsa o se desplome el dólar taiwanés. He discutido toda la semana con mi madre si es más seguro enviar mis ahorros a China o Estados Unidos”, revela Yang, empresaria taiwanesa en Pekín.

Diplomacia

Taiwán se encuentra en un contexto paradójico: el continuo trasvase hacia China ha reducido sus vínculos oficiales a apenas una docena de países peso mosca pero, al mismo tiempo, su causa es más visible por los apoyos de Estados Unidos y Japón y algunas voces europeas. Se camina hacia una “internacionalización” de un asunto que China considera suyo y que plantea riesgos mayúsculos para Taiwán. La visita de una alta representante de la política estadounidense supone un éxito histórico para una isla que pugna por hacerse ver pero también acrecienta el peligro de convertirse en un peón sacrificable en una lucha hegemónica. Es consciente el realista gobierno taiwanés de que no puede atar su futuro a las ventoleras geoestratégicas de Estados Unidos y con ese delicado equilibrio entre su comprensible voluntad de exposición global y la minimización de riesgos tendrá que lidiar.

En una situación de interinidad, un país de hecho que no de derecho, se ha mantenido Taiwán durante décadas. No es la idónea para Taipei ni para Pekín pero cualquier bandazo, una declaración unilateral de independencia o la invasión china, se antojan calamitosas. Disfrutan los taiwaneses de la más vibrante democracia de Asia y condiciones de vida envidiables a pesar del acoso chino y sólo la irrupción de Washington en el paisaje pone en peligro el status quo.  

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