Nostalgia de lo vivido es sinónimo de vivir. Y para mí el cine posee mucho de esa añoranza bañada en recuerdos imperecederos. Aquellas inolvidables sesiones dobles en las tardes del domingo de mi niñez en el cine Rialto, con el cartel estelar compartido por Maciste y Fantomas; a la ingenua mirada de un niño todas las pelis, buenas o menos buenas, eran extraordinarias. O el momento mágicamente intenso, jamás repetido, del visionado en el cine Goya de la espectacular La guerra de las galaxias, desde la última fila del gallinero.

Pero qué más daba, me hallaba ante una experiencia sin igual, difícilmente trasladada a palabras, punto de inflexión en mi vida, que intentaba abrazar para que nunca acabase. Casi todas las películas de Steven Spielberg, en el Rex, como Dios manda. Hace ya más de 20 años del estreno de una obra cumbre del cine de siempre como E.T., y parece que fue ayer. También sufrimos con Tiburón o disfrutamos con todas las peripecias de Indiana Jones. ¿Y el estreno de Grease? Un filme que marcó más de una adolescencia. Encuentros en la tercera fase, en el Condal; El enjambre o Tarántula, en el Astoria, ese cine apartado del mundanal ruido. El Avenida y el Saboya que renació de sus cenizas. Allí vivimos las góticas aventuras de Batman a comienzos de los 90.

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Y los miles de castellonenses que nos emocionamos en el Azul, tras largas colas, con Titanic, una de las obras épicas más grandes jamás rodadas. El cine grande siempre en pantalla grande. Miles de fotogramas y sensaciones incontables que perdurarán para siempre en la retina de los que adoramos el maravilloso mundo del celuloide... en la capital de La Plana.

Pero, como dicta el título de una estupenda película de David Mamet, Las cosas cambian, y es cierto. Renovarse o morir supongo que es una verdad duradera que no siempre obtiene su recompensa. En España se han abierto, como rosquillas, complejos de ocio con multisalas, influencia americana exportable de las palomitas y la Coca-Cola, y, como era de esperar, se han tenido que cerrar los cines en el centro. Y Castellón no ha sido una excepción. En los últimos diez años, aunque suene a contradicción, el número de pantallas en España ha crecido hasta las 3.900, casi el doble de las que habían a principios de la pasada década. Fiebre por el séptimo arte que, después del último estudio publicado por la Academia del cine español, está en declive. Me temo que las cosas van por ciclos.

El tal vez sorprendente, pero merecido, éxito cosechado por Ábaco, ha supuesto el triste cierre de salas de la competencia en nuestra ciudad: Azul, Saboya y, con el tiempo, el Rex; solo es cuestión de la esperada apertura de las nuevas salas del Grao. Esos mágicos locales, con tantas diferentes vivencias en su haber, pasarán a formar parte del pasado de nuestra memoria. Nos quedará el placer de disfrutar con los nuevos muticentros, que durarán hasta que comience otro ciclo en el que vayan cerrándose con la misma facilidad con que se abrieron. Eso ya ocurre en Estados Unidos. Y haremos fuerza para que los cines Casalta o los Rafalafena aguanten el empuje. Compleja tarea.

De todos modos, con la mirada puesta hacia delante, me me niego a que todos esos incontables recuerdos cinéfilos de infancia y juventud, tesoro adormecido, se pierdan en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Y es que soy de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor. ¡Querida nostalgia!