Jacek Sliwinski, su mujer, Joanna, los niños, Mateusz y Eryk, y la suegra, Janina, se arremolinan alrededor del televisor para ver el funeral del Papa que ofrece la televisión polaca en el salón de tonos ocres de su casa de Labaro, al norte de Roma. La familia Sliwinski venera al Pontífice porque "es un representante de Dios. Que sea polaco o italiano no es importante", asegura Jacek, de 33 años.

"Me parece un milagro", interrumpe Joanna, de 34 años, que acaba de oír que cuatro millones de personas siguen en la calle la ceremonia de despedida de Juan Pablo II. Quiere explicarse: "Me parece un milagro que tanta gente tan diferente se haya reunido para decirle adiós".

Comienza la ceremonia. Jacek se santigua. Los Sliwinski llegaron a Roma en autocar hace 15 años. El hombre trabaja en la construcción, rehabilitando viviendas. No pertenece a la plantilla de ninguna empresa. Ella vendió billetes en la estación de autobuses de Termini, pero ahora no trabaja. Viven de alquiler, pero se están construyendo una casa en su país, de la que Jacek muestra unas fotos.

La familia cumple con el precepto dominical en la iglesia polaca de Labaro, donde el párroco, Dariusz, envía mensajes por teléfono móvil a la feligresía, y dicen estar de acuerdo con el pensamiento del último papa.

El lugar del entierro

Joanna aprueba que le entierren en el Vaticano. "Hay que pensar que no es sólo nuestro, de los polacos, es de todos. Y como él buscaba la unidad de todas las religiones, no es sólo de los católicos, sino también los hebreos, de los musulmanes. Dios sólo hay uno, aunque adopte diferentes nombres". "Al fin y al cabo", tercia el cabeza de familia, "que le entierren aquí no es un obstáculo para que la gente, en dos días, haya podido venir desde cualquier parte de Polonia".

Seis peregrinos polacos, del millón que se ha plantado en Roma, se han instalado en la casa de Labaro. Hoy han madrugado para poder acercarse a la basílica de San Pedro. "Para los polacos, Wojtyla ha sido un sostén moral, ha abierto la puerta del país, cerrada por el comunismo, al mundo", dice Joanna. Las cámaras ofrecen un primer plano del fiel secretario, Stanislav Dziwisz. "Para él --opina la mujer-- ahora va a ser duro continuar. Ha recibido un golpe fuerte, muy fuerte".

Los Sliwinski restan importancia al hecho de que la enfermedad privara al Papa de la facultad de hablar. "La voz se la daba Dziwisz y la gente entendía lo que quería transmitir con gestos", sostienen.

La renuncia

¿Hubieran aprobado que presentase la renuncia? "Si lo hubiera hecho sin estar influido por nadie, habría estado de acuerdo. Pero si la decisión hubiera sido promovida por los cardenales, no. Él era consciente de que tenía una misión que cumplir", responde Joanna.

El público en San Pedro aplaude. Janina, parece nerviosa y sale a fumar. Erik, de 3 años, hace rato que se ha ido a la cocina, donde le esperaba un biberón, pero Mateusz, de 7, sigue atento a lo que ocurre en la plaza de San Pedro.

Mateusz, el mayor, tuvo ocasión, en 1999, de conocer en persona al Papa, que recibió a la familia en audiencia privada en el Vaticano. Y ahora sostiene las fotos que lo atestiguan: los Sliwinski, endomingados y rodeados de parientes, muestran al niño al Pontífice. "Tenía corazón para todos, abierto a todos", recuerda Joanna. Los aplausos vuelven a salir del televisor. "Esto es un milagro", repiten en Labaro.