El ambiente invitaba a la épica. Los silencios dramáticos del líder, o tantas reuniones entre gente tan importante como preocupada, habían disparado la sensación de vivir uno de esos momentos que acaban con la pregunta de dónde estaba uno el día en que Mariano Rajoy leyó su discurso de investidura. Era lícito aguardar una alocución marcial a lo Winston Churchill. Incluso uno de esos alegatos intensos que recitan los presidentes estadounidenses al final de las películas de catástrofes de Hollywood.

Teníamos derecho a esperar una gran política frente a esta hora de grandes desafíos. Y algo hemos ganado. Hemos mejorado en el tono constructivo, sereno y grave, como los tiempos, de los principales actores. Pero seguimos distraídos con una política que piensa demasiado en lo local y en el día siguiente.

Rajoy tenía dos opciones. La primera consistía en pasar el trámite estirando su estrategia de campaña: concretar solo las buenas noticias mientras va amortizando las malas con un profuso inventario de calamidades inminentes. La segunda pasaba por poner sobre la mesa su programa de gobierno, la parte grata y la ingrata. Eligió la mejor alternativa para el candidato. El tiempo dirá si la óptima para el momento. Tras su intervención, todo sonaba a buenas noticias. Al parecer, el mismo país que hace 15 días deambulaba al borde del rescate puede hoy actualizar las pensiones o tomarse tres meses para ver dónde ajusta 15.000 millones de euros. O antes no estábamos tan mal, o ahora no estamos tan bien. Ambas cosas no pueden ser ciertas.

Rajoy se apuntó aciertos tan notorios como el tono adecuadamente presidencial de su intervención, o no regodearse en la contabilidad de la herencia recibida. Pero también cometió errores impropios de un maestro en ejercicios de oposición. El texto resultó algo caótico en su estructura y desequilibrado en la distribución de tiempos, con olvidos extraños como la gestión del fin de ETA o las relaciones con el norte de África. Además, dejó sin contestar las preguntas que él mismo había destacado. Empezó prometiendo respuestas para las capitales cuestiones del crecimiento eco-nómico y la posición de España en un mundo en cambio, pero acabó hablando de las autonomías y sus televisiones, o despachando la política exterior en una nota a pie de página.

Rubalcaba acreditó que pasar a la oposición rejuvenece y desatasca. Le formuló las preguntas que muchos quieren plantear al candidato, pero que este no deja. Su mayor acierto residió también en ese tono sobrio y correcto que debió haberse recuperado mucho antes para nuestra vida pública. Efectuó la reivindicación de la herencia de Zapatero que seguramente debió enarbolar durante la campaña. Llega algo tarde. Tanto como el reconocimiento del aspirante a la presidencia.