Alberto Fabra dio la cara ayer ante los suyos. Asumió responsabilidades, que las tiene --y se las pidieron--, anunciando su marcha --eso sí, a largo plazo y en diferido--, y pidió unidad para alcanzar cuanto antes las cotas de poder perdidas la noche del 24-M. Ese podría ser en síntesis el resumen de la junta directiva regional del PPCV. El otro resumen son sus tres años largos al frente de una Generalitat en quiebra y de un grupo parlamentario plagado de imputados. La bautizada como herencia envenenada. Fabra llegó elegido por Madrid y casi, casi, que me atrevería a decir que se va empujado por el mismo dedo que lo sacó en su día del Ayuntamiento de Castellón para llevarlo al Palau de la Generalitat. Y Fabra, desde entonces, se ha comido todos los marrones. Lo intentó --con más o menos brillantez--, pero, el legado que le dejaron, el viejo aparato del PPCV siempre a la contra, y el escaso apoyo de Rajoy, le han dado pocas opciones. No ha habido nada que jugase a su favor, pero él hizo lo que pudo --o supo-- y lo intentó con austeridad y recortes en lo económico y con su famosa línea roja en cuanto a la corrupción. La puntilla le ha llegado con el duro castigo sufrido por su partido el domingo. Se va, cuando se vaya, y pasará a la historia por el mayúsculo error de su mandato: el cierre de RTVV. H