Anoche Pedro Sánchez fue llamado por Mariano Rajoy en la Moncloa. Estaban reunidos cuando un grupo de diputados catalanes del bloque secesionista firmaban en el edificio del Parlament, pero fuera del hemiciclo, lo que ellos mismos llamaban «declaración de independencia». Poco después la vicepresidenta Sáenz de Santamaría anunció una reunión extraordinaria del Consejo de Ministros para hoy a primera hora y la comparecencia del presidente del Gobierno en el Congreso por la tarde. Estos tres ejes explicarían por sí solos por qué a última hora retumbaban en algunos círculos los tambores del artículo 155 de la Constitución después de una jornada marcada por la confusión y por momentos, la vergüenza ajena.

El presidente catalán, Carles Puigdemont compareció en la Cámara catalana para no proclamar la independencia (y horas después firmar lo contrario en un papel sin recorrido jurídico), pedir la suspensión de la ley de transitoriedad y proponer, con mediadores incluidos, un diálogo sin condiciones previas con el Gobierno central. Con todos los seguidores de uno y otro lado mirando, con todos los jugadores sobre el campo, con la expectación disparada dentro y fuera de España por el resultado final, el presidente catalán detuvo ayer el partido de forma inopinada, y ante la sorpresa generalizada salió corriendo del estadio a toda velocidad para dejar el balón en el tejado de Rajoy, donde aparentemente ha pasado la noche. No se sabe si pinchado.

El supuesto independence day catalán se convertía así en un independus interruptus obviamente de imprevisibles consecuencias -esta parte de la historia de España se escribe y reescribe cada cinco minutos-, pero que para los más optimistas suponía que se abrieran muchas posibilidades. Al menos a bote pronto. Otra cosa es la opinión del Gobierno central. A tenor del rictus de la vicepresidenta y de la exigencia de «la vuelta a legalidad», es fácil concluir que Moncloa tomó la actuación del dirigente catalán más como un sainete que como una oferta aceptable.

Puigdemont, como estaba cantado, hizo suyo en el atril del Parlament el «mandato» popular salido del pseudorreferéndum del 1-O para poder proclamar contra viento y marea la república catalana, e inmediatamente después desinfló el suflé proponiendo a la Cámara la «suspensión» sine díe de la ley de transitoriedad aprobada en las (¿infames?) sesiones de los días 6 y 7 de septiembre.

Esa ley es la norma que se diseñó en su momento para regular y marcar el paso de la transición al supuesto nuevo Estado catalán. Entre el amago de proclamación de un Estado propio y la suspensión de esa no proclamación (solo un trabalenguas puede explicar lo sucedido ayer) medió solo una ovación. De la mitad de la Cámara, claro.

En resumen, Puigdemont protagonizó un sí pero no. Una patada adelante dando un paso atrás. Una pirueta en el aire que rápidamente provocó tantas reacciones de aplauso como de acusación de chantaje interminable. En los aledaños del Parlament, donde miles de personas se congregaron para presenciar en pantallas gigantes al partido de sus vidas, las caras de decepción se multiplicaron como si el president se hubiera marcado en propia meta. Y además lo hubiera celebrado.

Para «suspender» por «unas semanas» la proclamación de la república, el presidente catalán podría haber elegido la entrevista con Jordi Évole, su aparición televisiva al día siguiente de la del Rey, un teatro o el palco del Camp Nou, por seguir con el relato futbolístico. Cualquier sitio le era válido para hacer una no declaración. Pero eligió la pompa de la sede parlamentaria, suelo sagrado de la democracia representativa, para jugar una carta aparentemente improvisada que muchos, no pocos, tomaron ayer como un frenazo en seco del separatismo. Choca que el bloque secesionista llegara al punto culminante del nacimiento de una nueva república sin una posición unitaria y cerrada. Luego se supo que los primeros sorprendidos fueron los diputados de la CUP, que vieron cómo Puigdemont les echaba agua en la sopa justo cuando faltaban unos minutos para empezar la sesión.

De hecho, los movimientos entre bastidores provocaron un retraso de la sesión de más de una hora. Cuando al fin sonó el timbre de llamada, los cupaires se hicieron esperar unos cuantos minutos más, para después entrar juntos en la Cámara con cara de quien acaba de ver cómo se le rompe el fax justo cuando va a cerrar el fichaje de un crack mundial en el último minuto. Estas cosas pasan.

Eso sí, un par de horas más tarde, buena parte de los diputados del bloque independentista (Junts pel Sí y CUP) firmaron con íntima solemnidad una declaración de independencia como si de los padres de una nueva patria se tratara. Huelga decir que el texto en cuestión se rubricó fuera del hemiciclo pero dentro del edifico del Parlamento catalán. Ni pasó por la Mesa de la Cámara ni por el pleno ni por una votación organizada y sujeta a un reglamento. Hay contratos de estrellas del fútbol que se han firmado discretamente en una servilleta de un restaurante, incluso en papel higiénico, pero de un documento que reza la «constitución de la república catalana» con «propuesta de negociación con el Estado español» se espera algo que no parezca un juego. Los firmantes se arrogan en el texto el papel de «representantes del pueblo de Cataluña». De todo.

Para completar la disparatada jornada, la propia CUP admitía a última hora que esa declaración firmada poco antes no tenía «validez» y que su grupo parlamentario en la Cámara catalana cesaba su actividad hasta nuevo aviso.

Al final de la noche ya nadie sabía dónde estaba la pelota.