Retirado de los ruedos hace ya algunos años, mi vida transcurre placentera en los aceitunosos prados de la que ahora es mi tierra, Navarra. Lejos de mi Lusitania amada, aquella que da nombre a mi familia. A cuerpo de Rey dicen, rodeado de lujos y pecados, vivo sin la inquietud del desconcierto, sin la turbación de la mortífera cornada, sin la ansiedad de sentirse cinchado como torero con los machos. Pero bajo la añoranza del aplauso, despierto frustrado del sueño glorioso de la gresca con la muerte, con la que tantas tardes galopé tendido espoleado por el triunfo. Ahora, me deleito con mis hijos y sobrinos, relevo generacional y necesario en cuyos genes se encuentra una nueva verdad sobre el arte del rejoneo.

Mis hijos Zapata o Rondeño, mis sobrinos Chenel, Curro, Silveti o Gallito, navegan sin cesar bajo el rumbo que marca su maestro, mi maestro. Aquél que bajo su batuta me enseñó el compás de una melodía armoniosa, templada. Una música inédita, melosa al oído. Un antes y un después. Lo heterodoxo fue, a partir de entonces, lo ortodoxo. De Pablo Hermoso de Mendoza lo aprendí todo. Él me desveló mi valor y mi valía y, poco a poco, pulió la ruda roca para convertirla en aterciopelada joya. Me enseñó los terrenos belmontistas y me alejó de las rectilíneas joselitistas que predominaron hasta entonces. Surgió el barroquismo. Me enseñó la pauta de la distancia, aquella inaccesible, la que pisó Belmonte y se anunció al momento su muerte.

En ese terreno tuve que aprender a ralentizar la velocidad, a dominar la expresividad, a aminorar o acelerar según me pidiese el cornúpeta, embebido en la grupa, embriagado en la cola. Una pierna que tira, una mano que tensa... Una espuela que manda, una rienda que obliga. Y entre todo, una cabeza que regala el temple, que brota perenne a lo largo de un galope sin final. ¡Ahí va! Cosidito a la grupa. Muy cerca, cerquita. Templadito. Y de momento, surge el arte, el sentimiento, los aires sureños de la escuela andaluza, la trinchera. ¡Bien! ¡Mejor!

Es en ese momento cuando más honor hago a mi nombre, cuando el duende gitano de Joaquín Rodríguez se hace presente. Hondura, profundidad y arrogancia gitana. Tuve que ser Cagancho, por necesidad. Y no por casualidad, al fin y al cabo ambos encolerizamos al respetable, que gozaba de una pasión desbordada al vernos. Y como entre parecidos andamos, nuestro porte elegante y majestuoso fue ídolo de multitudes en México, afición que con locura desmedida enfurecía apasionada a mi galope frente al toro. Mi maestro, El Maestro, destapó de nuevo la ligazón manoletista. Sí, se podían ligar las series, se sucedían los pares de banderillas. Todo en un palmo. Muy reunidito dicen los sensibles. Pecho por delante, cite puro. ¡Je! Cuello flexible y grupa acompasada. La continuidad fluía con aires manoletistas en terrenos belmontistas.

Una época gloriosa

Y la revolución alzó la mano. No puede ser. Así no se puede torear, dijeron con Belmonte antes, afirmaron con el maestro a mis lomos después. Y solo así se torea ahora. Aquella época fue gloriosa, ignorante de que cada tarde marcaba una página de oro de una historia que estábamos cambiando. Sentía la presión en las piernas de Pablo, en el tamaño del toro, en la amplitud del albero. Pero me sentía torero, incluso a veces desobedecí al maestro para mostrar mayor aptitud. De mí aprendió, aprendí yo de él. Le empujaba en la parada ante la barrera del miedo. ¡Adelante, vamos p´allá! Y se sorprendía, y yo, y el toro, y el público. No puede ser. Pues sí, así fue. Y él me empujaba ante mis dudas, agrandadas tras las cornadas que quedaban herradas en la memoria. Fuimos dos en uno, la fórmula que destapó la caja de Pandora.

Nos entendimos y fuimos buenos amigos, dentro y fuera de la plaza. La nobleza del astado contribuía a conjugar los verbos de la ligazón, el temple, la suavidad y la enjundia... Pero, maldita diferencia de comportamientos. El toro no es animal previsible ni homogéneo. Así que, allí que salió el engallado, el gallito chulo que alza la gaita.

¡A ver, quién anda por aquí! Pablo apretaba aún más las piernas, y el corazón. Suspiro de incertidumbre. Voluntad de guerrero. Adelante. Y allí que íbamos. La diferencia estaba marcada. Éramos los únicos en vencer la áspera embestida, la colada traicionera, el gañafón puñalero. Y después de mí, naide. El toro manso nos hizo bravos, el aquerenciado a tablas, ricos en valor y técnica. Nos bebimos la gloria, a tragos grandes, a tragos pequeños. Y tragos amargos. Siempre al límite. O la eternidad o la muerte. Seis veces la rocé, seis veces mis carnes la sintieron. El peaje del nuevo belmontismo a caballo. Al final, firmamos la eternidad. La vida en la historia. Gracias Pablo, de tu inseparable compañero de batalla, tu caballo, Cagancho.