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Dicen que cuando Joselito El Gallo, un lejano 13 de junio de 1912, debutó como novillero en la plaza de Madrid, se negó a torear la novillada que había preparada en los corrales de la antigua plaza de la carretera de Aragón porque la vio falta de trapío. En su lugar solicitó estoquear la corrida de toros, de la ganadería de Olea, que estaba destinada al festejo del domingo siguiente. El Gallo debutó como novillero en Madrid matando una corrida de toros, por su propia voluntad. Realidad o ficción, lo cierto es que eran otros tiempos. La España de principios del siglo XX era la del colapso de los valores sociales y políticos, la de los enfrentamientos entre sectores ideológicos, y la de la crisis económica. En aquellos años, un torero era la figura que unía al pueblo, y que le hacía olvidar los graves problemas del momento.

Un torero era un héroe nacional, que tenía claro el papel que desempeñaba. Que no era otro que matar toros. Lo de nuestros días es otra cosa. Los toreros ya no son héroes nacionales, ni matan toros. Ahora se alivian con corridas cómodas, sin trapío, para seguir en la brecha y llevarse al bolsillo un buen puñado de euros cada tarde.

A José Tomás se le esperaba con los brazos abiertos en Castellón. Que se lo pregunten a los que desembolsaron el sueldo de un mes en la entrada. Y José Tomás llegó con una impresentable corridita bajo el brazo. Aún se escucha el eco de la fenomenal bronca que se montó en la plaza cuando el escuálido becerrete sin pitones que hizo segundo salió por la puerta de chiqueros. Pero así son las figuras del siglo XXI. Si El Gallo lo hubiera visto, se habría muerto de risa.

Por si fuera poco, el novillo del regreso de Tomás era un inválido, que se picó poco y mal, y que se derrumbó en las dos primeras tandas de muletazos. Alguien gritó miau, en lugar de olé, cuando José Tomás ejecutó una serie de cinco naturales, templados, sin enmendar la posición.

En el quinto, otro toro sin pitones, llegó la apoteosis. Lo mejor de la actuación del madrileño apareció en un quite por gaoneras escalofriante, compuesto por seis lances en los que el toro iba reduciendo las distancias, y en las que el torero, lejos de amilanarse, siguió citando por derecho, embarcando la embestida en los vuelos del capote.

Comenzó la labor muleteril con una serie de estatuarios en los medios que sembraron la locura en la plaza, que adoptó una postura de silencio maestrante a lo largo de la faena. Una faena que tuvo sus altibajos, y que nunca llegó a ser compacta porque se alternaron los enganchones con los muletazos de calidad, como los que ejecutó en una serie de naturales largos, de mano baja, de los de verdad. Quedándose muy quieto. Todo en su intervención adquirió un rictus trascendental, y en la plaza se creó un clima de gravedad que, posiblemente, no se había vivido nunca en la centenaria estructura castellonense. La gente quería ver a José Tomás.