Se fue demasiado pronto a los 66 años. Manolo Fuster murió en su pueblo natal hace dos años, con la plumilla en la mano y una obra inmensa por concluir. Su herencia, la del que sin duda fue el mejor pintor a plumilla del mundo, está en aquel paisaje sentimental de vivencias o ensueños, que el artista fijó para el porvenir. Al recordar al gran artista y amigo ausente, no puedo por menos que evocar algunos momentos como aquella comida en la que compartí mesa y mantel con él y sus buenos amigos y también míos los excelentes pintores Vicent Cortina y Pepe Biot. Hubo arroz como plato fuerte --¿qué que se le llamará fuerte, como si tuviera músculo?-- del mismo modo que se habló siempre en valenciano en la implicada tertulia porque había, consciente e inconscientemente, además de amistad y afecto, compromiso con la tierra.

La mesa, cuando hay estima entre los comensales, eso que ahora en el lenguaje tan tecnológico se llama “química” o mejor o “feeling” (en el esperanto actual que es ahora el inglés), cuando hay un tema o temas con mayúscula que abordar en la plática, cuando afloran en cascada motivos comunes, cuando no hay protagonismos individualistas entre los comensales... resulta especialmente expansiva y creativa, aunque se degusten productos muy simples.

Entre cucharada y cucharada de la paella, ubicada en el centro de la mesa, se dijeron muchas cosas importantes. Al menos a todos nos lo parecieron. Eso no quitaba para que no se saborearan todos los bocados. Es curioso recordar cómo se apreciaba el paladar de cada cucharada, como si se tratara del análisis de una diestra pincelada en un cuadro. Sirva la asimilación dado que Biot, Cortina y Fuster son pintores, a quienes no me recato lo más mínimo en llamar grandes. Y es que en la comida también existe una sensibilidad de arte.

La efusión incrementaba el gusto, mientras a medida que avanzaba el gaudeamus, los momentos de la biografía de Manolo Fuster iban construyendo, en el solar de la imaginación. “Yo soy una persona tímida”, iba comentando cuando íbamos en busca del restaurante. Lo dijo y a juzgar por la mirada de sus ojos, sosegados, profundos y limpios, que se volvían esquivos a la jactancia, había que creerle.

Sin quererlo ni comerlo (aunque sí que lo comimos) del conciliábulo gastronómico fue surgiendo la narración biográfica existencial y también artística: Vivir para hacer arte o hacer arte para vivir. De la proximidad a la universalidad. Tipos y prototipos. La novela de la cotidianeidad, frente al simbolismo del relato. De un argumento se pasaba a otro, con una avidez optimista, como la que podían estimular los platos que los camareros depositaban sobre la mesa. Desde el primer momento hubo una excitada compenetración. Existía un buen propósito de amistad y mutuo entusiasmo, que estaba muy por encima de lo meramente gastronómico. Vicent Cortina, antípoda impar de Manolo Fuster asentó con la efusividad de su arrebato, desde su talante byroniano de trotamundos, el perfil sereno de su amigo, su voluntad dominada, su perseverancia constante, su serenidad hogareña y popular y al tiempo su vivencia interior.

ENCUENTROS

Las referencias de encuentros comunes afloraron muy pronto en numerosos encuentros cordiales, casi siempre en recepciones artísticas. Lo substancial del arte derivaba a lo accidental de la complacencia de su entorno. Flashes de anécdotas con gestos y coloraciones singulares, algunas hasta con exaltaciones excéntricas de regocijada parodia. Manolo Fuster supo disfrutar sintiendo las acciones de los demás, asumiéndolas como propias, pero sin llegar a enajenarse nunca de la sensación de vivirlas.

Manolo Fuster después de una formación en la Escuela de Artes y Oficios y la especialización en temas de dibujo creativo y publicitario, evidenció una destreza innata del imposible dibujo con el “rootring” (“era un maestro” sentenciaba Biot) al extremo de ser capaz, con consumada perfección. La minucia del dibujo sobre la mesa de delineación, bajo el amparo silencioso y radiante de la luz del flexo, hizo derivar la declaración del diseño publicitario y comercial, en sugestiva inspiración plástica. Nacía el pintor Manolo Fuster y nacía con un procedimiento nada habitual y si para él, muy condicionado por su cometido de oficio y por su humor quieto y parsimonioso: la plumilla. A los pocos años Fuster era admitido en la cofradía de los grandes realistas hispanos, sus exposiciones en las mejores salas españolas, las críticas de los más prestigiosos especialistas y su proyección internacional con su residencia en Cuba.

Fuster, al igual que otros colegas de su tiempo con quienes se codeó --López, José Hernández, Armengol, Boix, Traver Calzada, Toral, Eduardo Naranjo, Enrique González, Franquelo o Hernández Quero-- determinaba en sus cuadros reflejos sólidamente naturalistas que dejaban libre su imaginación en aras de unas alegorías quiméricas, en las que, no obstante, siempre existía un latigazo social. Ese era el poder evocador de su lenguaje, en el que se apelaba a toda una conciencia colectiva. Así la contemplación de su obra nunca nos pudo parecer extraña. Aún cuando predomine en la percepción su enigmática verdad, sus componentes siempre serán tan cercanos, palpitantes y responderán a un precepto universal. h