Es sábado, por la mañana. En mi cadena de música suena Come Sunday, pieza magistral de Duke Ellington, interpretada en este caso por Ben Webster y Joe Zawinul. El Bruto, como apodaron al bonachón de Webster, y el que fuera alma mater de uno de los grupos de jazz fusión más celebrados de la década de los 70, Weather Report, firmaron juntos en 1963 un disco titulado ‘Soulmates’ para el sello Riverside. Ni qué decir que este álbum es ya legendario e idóneo para según qué propósitos. En esta ocasión, encarna el papel de fiel compañero, de confidente. Él me narra historias que yo traduzco en sentimientos y pasiones. Mi rostro, si alguien me hubiera visto en esos precisos instantes, dibujaba un sinfín de expresiones. Poco a poco, pierdo el control sobre mí mismo, me transformo en otra cosa, soy libre, me siento libre, fruto de la comodidad y la seguridad que supone hablar un mismo idioma, un mismo lenguaje.

Algo semejante se produce cuando leo un libro que previamente ha sido (bien) traducido. Cuando el código es el mismo, el lector puede saborear lo narrado, puede apreciar esos matices que hacen de la literatura un juego maravilloso donde todo sucede. El traductor es un intérprete, un ser consciente del lenguaje, hasta cierto punto un mago, en mi opinión. Y siendo todo esto, poca consideración tiene, vive en un segundo plano, prácticamente aislado. Antonio Muñoz Molina dijo una vez que “el oficio de traductor, más aún en España, es imprescindible y también ingrato y casi siempre invisible y mal pagado”. ¿Por qué, entonces, ese anonimato y esa indeferencia? Eso mismo quise averiguar ese sábado protagonizado por Ben Webster y Joe Zawinul, y por eso me dirigí al VII encuentro El Ojo de Polisemo organizado por ACE Traductores y la Universitat Jaume I de Castelló.

A pesar de ser la última jornada, tuve ocasión de intercambiar impresiones con Carlos Fortea, presidente de ACE Traductores además de uno de los grandes de la traducción literaria del alemán, como José Aníbal Campos, que también estuvo presente y que es, todo hay que decirlo, gran amigo. Conversé asimismo con Vicente Fernández González, al que ya entrevistamos en este suplemento hace apenas dos semanas. Mantuve un breve contacto con Manuel Borrás y Manuel Ramírez, editores de Pre-Textos, sin duda, una de las editoriales independientes más importantes de todo el país. Divisé a Carlos Rod, una de las dos mitades de La Uña Rota. Me dejé agasajar por Pilar Ezpeleta, directora del departamento de Traducción de la Jaume I. Y un largo etcétera.

Durante tres días, Castellón albergó a algunos de los mejores y más experimentados “trujamanes”, y tuvo oportunidad de escuchar, en voz alta y con micrófono, sus opiniones sobre un oficio al que la gran mayoría de lectores le debemos el haber experimentado momentos de pura alegría a través de las páginas de Robert Walser, Thomas Mann, William Shakespeare, Charles Dickens, Stefan Zweig, Franz Kafka, Fernando Pessoa, Flaubert... Es decir, de gran parte de la literatura universal.

¿UNA MALDICIÓN? // La torre de Babel hace siglos que se derrumbó y Dios ya castigó a la humanidad por su arrogancia exponiéndola a la confusión de las lenguas. Hay muchos que ven en ello una maldición. Otros, por el contrario, creen que es una oportunidad, un divertimento, pues abre otras posibilidades; si todos habláramos una misma lengua, la vida perdería parte de su gracia, ¿no creen?

Entre los “males” de la traducción, además de esa “lucha” por la visibilidad de aquellas personas que se dedican en cuerpo y alma a tal empresa, cabría destacar la legitimidad (o falta de ella) de su trabajo. ¿Es lícito cambiar el cuerpo de una palabra, su forma, al traducirla? ¿Se pierden matices por ello? ¿El traductor despoja a las palabras de su riqueza potencial? La literatura, y todo cuanto la rodea, no deja de vivir en una cierta incertidumbre. No pocos promulgan que todo carece de sentido. Aún con todo, y pese a todo, si tenemos en cuenta que el lenguaje en sí mismo es un artificio, es decir, un producto creado por nosotros, ¿qué hay más humano que ello? ¿Y por qué no moldear el lenguaje, siendo fiel a su significado, a los rasgos de estilo? Si no se tradujera, gran parte del conocimiento se nos negaría y eso es algo que con solo pensarlo me causa estupor.

Nietzsche decía que “llegamos a las cualidades a través del concepto, de la palabra”, y los traductores nos permiten apreciar la naturaleza de todo cuanto emerge fuera de nuestras fronteras, son artistas y artesanos, son equilibristas y son hábiles exploradores, a la par que cirujanos. Eso me quedó muy claro durante El Ojo de Polisemo cuando Aníbal Campos me confesaba que tardó cuatro días en encontrar la mejor traducción para una sola palabra.

A lo largo de tres jornadas se debatió sobre los problemas comunes de la profesión --como, por ejemplo, el hecho de que los grandes grupos editoriales no quieran abonar al traductor/a las tarifas propuestas por ACE Traductores, lo cual creo que dice bastante sobre su “agresivo” y nada halagüeño ‘modus operandi’--, se intentó solventar ciertos entuertos, se dieron a conocer proyectos tan originales --y necesarios-- como el que llevan a cabo Las Cuatro de Syldavia (www.lascuatrodesyldavia.es), pero, este seminario celebrado en la UJI sirvió, sobre todo, para encontrarse, para sumar fuerzas y sentirse menos solos, pues se sabe que el oficio de traductor es solitario. Puedo decir, sin tapujos, que me adoptaron sin prejuicio alguno de por medio, fui uno más, pues, al fin y al cabo, todos somos amantes de las letras, soñadores empedernidos.