La neblina de la amanecida es más intensa en Benadresa que en el resto de la ciudad. Circundada por naranjos, la antigua alquería árabe se convierte en un aguamanil que recoge la escarcha y la humedad recalcitrante de la huerta.

Casi a la misma hora en la que los brotes de niebla azotan el barrio, se levanta diariamente Vicente Queral. Fue presidente de la comisión de fiestas de un núcleo poblacional que sigue teniendo sus propias señas de identidad en la capital de la Plana. Un perfil propio cuyo protagonismo es tan grande que fue el segundo barrio en contar con línea de autobús después del Grau. El confinamiento por la crisis del coronavirus le ha pillado por sorpresa. Vive en su casa con su mujer y su hija de 14 años. Él tiene 65 y sabe que es una persona de riesgo en los efectos fulminantes de la pandemia. «Por eso, no salgo de casa», señala Vicente, con resignación. «Estamos preocupados», afirma, en un encierro compartido con su familia, mientras pasan las horas y las horas, del ser y estar.

«¿Cómo pasamos el día? Pues ya ves, charlando, viendo las noticias; haciendo reparaciones del hogar, que si ahora poner un enchufe, que si colgar un cuadro, instalar una bombilla; jugando a cartas…», recita Vicente, monótonamente, como si fuera una salmodia a modo de chamán africano sobre lo incierto del futuro al que se enfrenta (no solo él, sino toda la sociedad).

«No sabemos qué va a pasar», señala Queral, quien afrma rotundamente: «Estoy en casa todo el día, no toco nada», cumpliendo a rajatabla las instrucciones emanadas desde el poder político. Es plenamente consciente de que forma parte de ese grupo de riesgo, calificado de «vulnerable», de una pandemia en la que el 80% de sus víctimas mortales son mayores de 65 años. Un contagio que se está cebando con la gente mayor.

Comenta que, incluso su hija, a la que no le gusta ir al colegio, «está loca por volver a clase». «No soporta más tanto encierro», dice.

Habla el silencio

El confinamiento sobrevenido de la población ha convertido la bulliciosa Benadresa en una ciudad fantasma, donde el silencio habla y se respira un aire de tristeza. «No se oye ni el ruido del campanil de la capilla de la Virgen del Pilar, llamando a misa», comenta Vicente Queral, añorando la alegría habitual de un barrio empoderado y de gran vitalidad, antes de que se decretara el estado de alarma.

Juan Álvarez y María Rosa Miravet llevan 12 días sin salir de casa. Doce eternidades juntas en una sola. Viven en el Grupo El Carmen. Afrontan sus días de cuarentena con la inquietud de no saber lo que pasa fuera de las paredes de su vivienda. De lo que pasará.

Ver la televisión y jugar a las cartas son dos de las actividades que realizan conjuntamente Juan y María Rosa. Ella hace «puntilla», subraya entre la tristeza de un duelo inesperado y la vehemencia de quien está acostumbrada a las cargas emocionales y de tantos años bregando. Ella no entiende de géneros, sí de su condición de mujer con labores propias de mujeres. Repite, otra vez, que «hacer puntilla» le ayuda a pasar las largas tardes encerrada en casa sin poder salir. Su otra gran pasión es la cocina.

Y si normalmente pasa muchas horas entre fogones, ahora con la cuarentena, más. «Me encanta hacer paella», indica victoriosa, sin saber que día que pasa sin encontrar solución al coronavirus es una pequeña derrota. No sale de casa, pero ella permanece en el único mundo que conoce. El del hogar.

Confinado en su vivienda también, como todos, está Enrique Ramos. Tiene 85 años y vive solo en el Grupo Roquetes. El cocina, limpia y ordena la casa. Así pasa el día. Solo sale de su morada para bajar la basura. «No veo a nadie», asegura. Se aburre soberanamente y añora las actividades que realizaba en el centro cívico de Roquetes.

Hacía de todo en las instalaciones municipales: barro, pintura, macramé.... Toda la semana «ocupado», evoca este vecino de Roquetes.

También en su soledad elegida está Joaquín Celades, quien pasa ya de la ochentena y afronta la cuarentena del coronavirus con valentía. «Estoy acostumbrado a ver cosas muy duras», sentencia. Orgulloso de haber nacido en Castelvispal, el pueblo más pequeño de la provincia de Teruel, con solo siete habitantes, pasa las jornadas del confinamiento evocando su juventud, «como cuando entré a trabajar como soldador en la fábrica de Blanch, de la avenida Rey Don Jaime; o cuando estuve de mantenimento en la Fundación Flors de Vila-real».

Otra pareja de gente mayor es la formada por Pedro Bermúdez y su esposa Paqui. Viven en el Grupo Reyes. Ambos se entretienen viendo la televisión y leyendo novelas. Paqui, además, hace ganchillo, aparte de las labores del hogar. Son las 24 horas de los Bermúdez en un estado de alerta por la pandemia.

Como ellos, Antonio y María y Juana y Otilio, permanecen anclados en sus casas, a la espera de buenos días. El coronavirus intentará cercenar sus vidas, pero no podrá. Ellos están llenos de inmensos recuerdos y recordar es vivir.