Paula tenía muy claro cómo iba a ser el día su primera comunión. Y al final la fiesta salió tal y como ella había imaginado. Con nueve años recién estrenados, está niña de Castelló que estudia tercero de Primaria comulgó el pasado 11 de mayo y lo hizo enfundada en un vestido de corte romántico, rodeada de su familia y de una docena de sus compañeras de clase. No le faltó nada. Una copiosa comida en un afamado restaurante de Benicàssim compuesta por toda una retahíla de platos de nombre impronunciable (a 75 euros el cubierto), mesa de chuches, un photocall, hinchables, talleres... y hasta una minidiscoteca. Por no hablar de los regalos que incluyó en la lista: un ordenador portátil, un juego de maletas, material escolar, algo de ropa... «Al final te pones a contar y la comunión te sale por un ojo de la cara. Y eso que nosotros éramos pocos, apenas 40 invitados», confiesa Mari Carmen Ibánez, la madre de Paula.

La familia de Paula ha tirado la casa por la ventana y, finalmente, la comunión de la niña poco ha tenido que ver con la celebración que hace justo 44 años protagonizó Mari Carmen, su madre. Porque las comuniones de ahora en nada se asemejan a las que en los años setenta u ochenta del siglo pasado protagonizaron la generación de los que estudiaron la EGB, la generación de los que ahora tienen entre 40 y 60 años, una época en la que la mayoría de las comidas se celebraba en el garaje de casa y el regalo estrella era la bola del mundo.

Vicente Arnau tiene 57 años y tomó la comunión en su pueblo natal, Moncofa, en mayo de 1970. «Después de la ceremonia nos marchamos toda la familia a comer una paella. Recuerdo que comimos en el garaje que mis padres tenían en el municipio», cuenta al otro lado del teléfono. En la comunión de Vicente se comió paella y unos entrantes a base de papas y aceitunas rellenas. «Fue muy sencillo y colaboró todo el mundo. Incluso unas vecinas de mis padres se encargaron de hacer los postres», describe mientras tira de recuerdos y cuenta que el regalo estrella, además de la bola del mundo, un reloj Casio y una calculadora científica, fue un juego de desayuno con los bordes dorados y angelitos tocando el arpa. «Estaba formado por taza, plato, recipiente para la leche y un servilletero, y era lo que entonces nos regalaban a todos», describe a este diario.

Un menú con pijama

La familia de Vicente optó por una celebración en casa, pero en aquellos años otras muchas familias se iban de restaurante. «Yo la celebré en la alquería, pero recuerdo que algunos de mis amigos hicieron el convite en un restaurante y todos los menús acababan con el mismo plato, el pijama», explica José Manuel García, un ingeniero de Castelló que tomó la comunión en 1974. Para los que no lo sepan, el pijama está compuesto por flan, nata montada, helado de distintos sabores, otro poco de nata, melocotón y piña en almíbar, plátano, guindas, barquillos y más nata. Y a veces (no siempre) el postre por excelencia entre los 60 y los 80 también incluía sombrillitas de cóctel y una bengala. «En el banquete a los niños de comunión se nos permitía hasta fumar un cigarrillo, algo que ahora es totalmente impensable», añade José Manuel, que cuenta cómo unos días antes de la celebración su madre enseñó todos los regalos y el traje a vecinos y amistades. Una tradición que todavía perdura en pueblos del interior.

En el restaurante del Hotel Roca de Vinaròs, todo un clásico en este tipo de celebraciones, saben muy bien cómo han evolucionados los menús de comunión. «Antes la comida era el 90% del banquete e incluida marisco y fritura de pescado. Ahora es una parte más de una celebración a la que se da mucha importancia a la fiesta posterior y a los decorados», cuentan desde la dirección del hotel. «En todas las comuniones hay hinchables, barra de dulces, magos... y eso hace cuarenta años era impensable», explican.

Una gran foto para el salón

Lo que también ha cambiado, y no poco, es la fotografía de comunión. Juan Ángel Sánchez, gerente del estudio Sánchez, en la calle Colón de Castelló, asegura que en los 60 y los 70 lo típico eran las fotografías de los niños vestidos de comunión que luego se utilizaban como recordatorio y se repartían por todo el pueblo. «En aquellos años nosotros teníamos muchísimos clientes de los pueblos de la provincia. Hacíamos muchísimas fotos en 24x30 y 30x40 que luego regalaban a los abuelos. Y también fotografías más grandes que los padres del niño colgaban en el salón de casa», explica el propio Sánchez.

La fotografía de comunión de ahora es muy diferente a la de hace 40 años y los trajes, también. Mari Carmen Salvo, gerente de Vannu, en la calle Alloza de Castelló, lleva cuatro décadas vendiendo vestidos de comunión y explica que cuando empezó en este sector, a finales de los setenta, los diseños eran espectaculares. «Aquellos vestidos estaban confeccionados en organdí suizo, tenían las mangas muy largas, eran de color blanco nuclear y no llevaban ni una costura», describe. «Para los niños lo clásico era el traje de marinero y también el de almirante», añade.

Pese a que las costumbres han cambiado, hay cosas que se mantienen invariables. Y una de ellas es que las abuelas siguen costeando el traje de sus nietos. «Y todo les parece poco», añade Salvo, que asegura que muchas de aquellas niñas a las que vistió de comunión a principios de los ochenta han confiado el traje de sus hijas a Vannu. «Y eso es una satisfacción enorme», sentencia.

En todo lo que rodea a las comuniones el sacramento es lo esencial y, desde el punto de vista religioso, las cosas también han cambiado. «Antes los padres estaban más comprometidos en la transmisión de los valores cristianos», argumenta Héctor Gozalbo, párroco de Vilahermosa del Río. Y antes también el día por excelencia para tomar la comunión era el domingo. Después llegó la moda de los sábados. H