Si los paraísos existen uno de ellos bien podría ser Columbretes. Porque este archipiélago volcánico y remoto, que se originó hace millones de años, bordea lo sobrenatural. Lo hace por su imponente forma, por las historias que esconde y, sobre todo, por su gigantesco valor ecológico. Para algo las 19 hectáreas de parte emergida son reserva natural, mientras que la reserva marina suma algo más de 5.500 hectáreas. En los riscos, halcones peregrinos y de Eleonor comparten su hábitat con paíños comunes, pardelas cenicientas y gaviotas de Audouin. Todo un tesoro.

Las islas que muchos consideran la gran pecera del Mediterráneo y uno de los rincones con más encanto de Castellón (con el permiso del pico del Penyagolosa) están de aniversario. Nada menos que se acaban de cumplir 30 años desde que la Generalitat valenciana las declarara Parque Natural, el primero de la Comunitat. Un año después llegaría la protección de Prat de Cabanes-Torreblanca. Aquella declaración cambió el destino de unas islas que durante décadas sirvieron como campo de tiro de la Armada española y estadounidense y que fueron objeto de prácticas pesqueras sin control. «El decreto de 1988 supuso un antes y un después, ya que desde entonces se compatibiliza la protección de las islas con las visitas turísticas», argumenta Gloria Romero, bióloga y directora-conservadora del Parque Natural de les Illes Columbretes y también del Desert de les Palmes.

De Columbretes se dice que son uno de los tesoros más desconocidos de Castellón (los ciudadanos de la provincia que jamás han pisado el archipiélago todavía se cuentan por miles) y eso que en los últimos treinta años han sido visitadas por 77.629 personas. Solo el año pasado, la cifra ascendió a 4.614, según datos de la junta rectora del Parque. «En 2016 las visitas fueron algo menores, 4.256», explica Romero. Las estadísticas del centro de interpretación del archipiélago, situado en el Planetario de Castellón, también impresionan: 343.160 visitas desde 1988, de las que 7.000 tuvieron lugar el año pasado.

Pasear por Illa Grossa, visitar el faro o el cementerio no puede hacerse libremente. Columbretes tiene fijado un cupo de 78 visitantes diarios, salvo los fines de semana y festivos de julio y agosto, cuando se eleva a 120. Para acceder a las islas hay que reservar billete en una de las golondrinas que zarpan desde el Grao de Castellón, Orpesa o Peñíscola. El viaje cuesta unos 60 euros por persona y la navegación suma cien kilómetros, entre ida y vuelta. También está la opción de viajar hasta el archipiélago en catamaranes de menor eslora, aunque el precio es algo superior.

Ordenar las visitas

La demanda para conocer Columbretes no decae (la temporada con más demanda va de Semana Santa a noviembre, conincidiendo con el aluvión de turistas que recibe la provincia) y la Conselleria de Medio Ambiente estudia cómo regular las visitas. «No se trata ni de prohibir ni tampoco de restringir las visitas, sino de poner un poco de orden para que las personas que las visiten vayan con todas las garantías», avanza la directora del Parque Natural.

Columbretes tiene un altísimo valor ecológico (muchas son las voces que se preguntan por qué no han sido declaradas parque nacional), y su historia está llena de anécdotas y curiosidades. «La primera referencia de la que hay constancia es del siglo I antes de nuestra era. En el libro Geographika se habla de la isla Ophiussa, isla de las serpientes. Dos siglos más tarde en otra publicación aparecen estos mismos islotes con el nombre de Serpentaria o Colubraria», recuerda Juan Manuel Fabregat en su trabajo Columbretes, publicado el pasado curso por la Universitat per a Majors de la Jaume I (UJI).

Todos esos nombres con los que el archipiélago fue conocido a lo largo de la historia tienen un mismo punto de partida: las serpientes. Las islas, y sobre todo la Grossa, estaban pobladas por gran cantidad de estos vertebrados (especialmente víboras), aunque a mediados del siglo XIX, coincidiendo con la construcción del faro, las serpientes fueron exterminadas. Para acabar con ellas primero se envió a un pelotón de condenados a muerte a los que les fueron concedidas remisiones de pena a cambio de participar en la operación de exterminio. No lograron su objetivo y la solución para acabar con las víboras pasó por quemar vegetación y soltar cerdos y gallinas.

La vida en el faro

Durante siglos, las Columbretes estuvieron deshabitadas. Pero todo cambió a partir de 1855, cuando comienza la construcción del faro. Aunque la obras comenzaron en 1856, la luz se encendió por primera vez en 1857 y durante décadas los fareros y sus familias habitaron y cuidaron de las islas. «Las condiciones de vida eran singulares. El aislamiento imponía austeridad y la necesidad de un alto grado de autosuficiencia e ingenio necesarios para enfrentarse a situaciones cotidianas como afrontar nacimientos o muertes en un lugar en el que convivían habitualmente entre 5 y 10 personas», recuerdan Xavi del Senyor, Eva Mestre y Patricia González en su documental Aïllats, la memòria de Columbretes.

Durante 120 años decenas de fareros pasaron por Columbretes (Roque Serrano fue el último aunque Francico Bonachera Capi fue uno de los más populares) y gracias a su testimonio y a la labor de los investigadores se ha podido saber que a principios del siglo XX hubo un proyecto para construir un balneario en las islas y que no fue hasta 1955 cuando el archipiélago pasó a pertenecer a la ciudad de Castellón. «La mujer de uno de los fareros dio a luz y, cuando fue a inscribir a su hijo en el registro civil, nadie sabía a qué término municipal pertenecían las islas. Fue así como el Ayuntamiento de Castellón empezó a hacer gestiones para que fueran de su jurisdicción», explica Fabregat en su estudio.

Tras el abandono de los fareros en 1975 (fecha en la que se introdujo un sistema automático de encendido y apagado) Columbretes dejó de tener testigos. Empezaron años de prácticas pesqueras sin control y las islas se convirtieron en campo de tiro de la aviación española y estadounidense. La Ferrera, Horadada y Bergantín son bombardeadas durante años y no fue hasta 1982 cuando el Gobierno suspendió las pruebas militares.