Nos levantamos a las 08.00. Desayunamos algo ligero y hacemos las tareas de la casa. A las 10.00 bajo a comprar el pan y el periódico y me encuentro a medio Castellón. La gente tiene ganas de salir a la calle.

Cuando vuelvo a casa leo las noticias, navego por internet y veo algunos vídeos musicales en Youtube. Me va el rock, así que apuesto por los clásicos.

A las 12.00 salgo a pasear con mi hijo mayor. Rodamos cinco kilómetros y siento cómo me abandonan las fuerzas. Me ha dado una pájara. ¿Por el sol? ¿Por el ritmo que hemos marcado? No lo creo. Me da la sensación de que he desayunado poco y ahora pago las consecuencias.

A las 13.30 me pongo con la paellita dominical. Toca de ajitos y costilla. Sofrío las alcachofas, la costilla de cerdo cortada en tacos pequeños y el pimiento. Rojo. Siempre rojo. Por ese orden. Cuando me pide a gritos que le añada el agua le echo los ajitos tiernos y medio dedo de caldo y aceite. Y espero. Y espero. Cuando suplica de nuevo agua, cuando no hacerle caso sería un suicidio culinario, le añado dos vasos de un caldo de pollo muy ligero que preparé anoche. Y dejo que bulla. Y sigo esperando. Hasta que añado el arroz.

A las 15.00 nos sentamos a comer. Y disfrutamos. La paellita está deliciosa. Ya sé que los puristas la habrían hecho de otra manera, pero ellos no están aquí. No pueden disfrutar este manjar.

De postre preparo yogur griego con arándanos.

Después de comer hago la siesta mientras mis hijos vuelven a ver la primera temporada de Troll Hunters. Duermo y sueño con la libertad. Con un país en el que a nadie se le ocurre multar a quien porta la enseña nacional. Un país que no ha estado confinado sesenta días. Un estado en el que el bien común es lo más importante. En el que los políticos trabajan para el pueblo y no se aprovechan del pueblo.

A las 17.30 jugamos una partida de Inkógnito. La conexión veneciana nos llama. Después jugamos otra y hasta una tercera. Y así pasamos la tarde.

Cuando por fin llega la hora de los aplausos, salimos al balcón y nos rompemos las manos. Aplaudimos con todas nuestras fuerzas en honor a los sanitarios. A los médicos, a los enfermeros, a los auxiliares, a los investigadores… ¡A todos! Ellos han sido los héroes de esta crisis. No me canso de repetirlo. Cuando volvemos a entrar en casa pienso en lo que estos días de confinamiento han supuesto para mí y mi familia. Para mis amigos y lectores. Para la ciudad y el país. He tenido la inmensa suerte de poder escribir este diario, de debatir sobre él con los lectores de Mediterráneo, de conocer gente maravillosa (aunque solo virtualmente) y de crecer. De crecer como persona.

Cenamos algo ligero y hablamos de todo y de nada. Un rato después acostamos a los niños, mi mujer se pone a leer y yo enciendo el portátil. Busco la carpeta titulada «Mis libros», la abro y selecciono el documento La tetera de Russell. Es mi nueva novela. Lo abro y empiezo a escribir. Me siento inspirado. Mis dedos vuelan sobre el teclado. Hoy, por fin, acabará el día y habré escrito mucho más que una simple línea. La nueva normalidad está aquí y ha venido para quedarse.

Cuando me acuesto, ya de madrugada, me siento cansado. Dormiré como un lirón y soñaré con…

¡Maldito virus!

*Escritor