Me despierta el sonido de la lluvia. Remoloneo en la cama tanto como puedo aunque termino por levantar el culo y asomarme a la ventana. Me encanta ver llover. Y el petricor. ¡Oh, el petricor!

Desayuno con mi mujer mientras dejamos que los niños jueguen a Minecraft con las gemelas. No se cansan nunca y les encanta. Después navego un rato por internet y veo, no sin asombro, que el Consell se muestra indignado con el Gobierno de España. Nos prometieron la deslumbrante Las Vegas y solo nos han traído la decadente Atlantic City, como diría Hommer Simpson.

Lo cierto es que parece que la decisión del Gobierno central ha sentado muy mal en el Gobierno autonómico. ¿Se prevé pelea de gallos o gallitos? ¿Somanta de hostias? ¿Lucha de titanes, o más bien de títeres? ¿O todo quedará en nada? En privado puede que las cosas sean diferentes. No veo a Ximo Puig cantándole las cuarenta, cara a cara, a Pedro Sánchez.

Mientras tanto, en casa, la erupción en el cuello y las mejillas de mi mujer ha evolucionado adecuadamente. Veremos qué pasa tras la próxima guardia de veinticuatro horas. Lo de las mascarillas de saldo no tiene nombre.

Por otro lado, veo que aún retumba por doquier el mamporro que una avispada periodista de la CNN le dio a nuestro insigne presidente, a cuenta del inexistente informe de la Universidad Johns Hopkins. Parafraseando a Churchill, nunca tan pocos hicieron tanto por tantos.

A las 11.00 bajo a comprar el pan y el periódico. Paso por el bar de Manolo, chapado a cal y canto, donde cada tarde solía tomar un cortado, y me entristezco. Mañana (hoy para el lector) seguirá cerrado.

Me escribe mi primo Vicente para pedirme mi artículo del sábado. Le han dicho que es muy bueno. Y yo me alegro mucho. Escribo para dar mi opinión, claro, pero sobre todo para que me lean.

A las 12.30 me siento en la terraza y pienso en la desescalada. Horrible palabro que no sé quién ha puesto de moda. No tardo en caer dormido. La siesta del borrego, que mi vecina Emma llama del carnero, es lo que tiene. Resulta irresistible.

A las 14.00 me despierta mi mujer. Es hora de poner la mesa. Ella cocina y yo me encargo del utillaje. Está preparando un arrocito de gambas y rape. Mel de romer!

Durante la sobremesa veo dos episodios de dos series distintas. Mujeres trabajadoras y Muertos a mí. Ambas versan sobre mujeres en apuros, con un toque socarrón y mucha mala leche.

A las 17.30 salgo a pasear con mi hijo mayor. Le damos caña. Nos metemos siete kilómetros entre pecho y espalda y llegamos a casa sedientos y cansados. Ha estado bien. Ha molado. Hemos visto a muchos amigos y conocidos, los hemos saludado desde la distancia y hemos recordado aquellos tiempos en que éramos libres. Antes de la pandemia y los pandemitas. Antes de todo.

A las 20.00 salimos a aplaudir, pero sin demasiadas ganas. Quedamos pocos y se nota cierto hastío en el ambiente. El movimiento de los balcones llega a su fin. Todo tiene un principio y un final.

Y así pasa un día más sin que haya escrito ni una sola línea de mi nueva novela.

¡Maldito virus!

*Escritor