El despertador de mi mujer suena a las 6.30. Hoy tiene guardia de 24 horas en el hospital. Se ducha, desayuna, se viste y se marcha después de darme un dulce beso de buenos días. La veo preocupada. Yo también lo estoy. La falta de equipos de protección individual en los hospitales españoles clama al cielo.

Las noticias son alarmantes. El covid-19 le hado un buen mordisco a las estadísticas locales. En la provincia ya hay 412 infectados. Y eso que los medios afirman que se realizan menos pruebas de las necesarias. Probablemente hay más infectados que están pasando la enfermedad sin formar parte de los números oficiales. Esos que tanto le gusta repetir una y otra vez a nuestra consejera de Sanidad.

Los niños y yo desayunamos. Hacemos las tareas de la casa y nos ponemos con el repaso de Inglés. Nunca se habían parecido tanto las mañanas de una semana. Sobre las 12.00 bajo a pasear a mi perrita. Está desesperada. Lleva un buen puñado de días sin salir. Los animales de compañía también están sufriendo los efectos de esta cuarentena.

Cocino espaguetis. Me confundo y junto medio paquete del número uno con otro del número dos, así que los finos quedan algo blandos y los más gruesos quedan duros. Pero no pasa nada. Les echamos tomate y a los niños les encantan. La pasta tiene estas cosas.

En toda la mañana no han dejado de llegarme mensajes, por varias vías, para que dé más caña. Para que convierta esta columna en una especie de bastión de la resistencia antigubernamental. Son muchos los amigos que me piden que reparta hostias como panes, que saque a relucir las vergüenzas de este gobierno mentiroso y manipulador. Pero este espacio, este diario, no está pensado para eso.

Vemos algo de televisión y a las cinco y media ya no aguanto más. En los canales normales no hacen nada que me guste. En Netflix apenas hay novedades. Lo he visto casi todo. Y con Prime Video me pasa lo mismo. Lo cierto es que no es así. La oferta es extensa. Soy yo. Estoy aburrido de ver la tele, de permanecer en casa, de ver pasar las horas entre estas cuatro paredes. Me empieza a fallar el ánimo.

Cuando la tarde ya ha avanzado hacemos algo de gimnasia. Estiramientos, abdominales, flexiones... No es gran cosa, pero menos da una piedra. Por lo menos quemamos grasa.

Desde Bilbao me escribe un comentarista literario al que conocí hace unos pocos meses. Un gran tipo. Acaba de leer La sonrisa de las iguanas. Le ha gustado mucho, afirma con entusiasmo. Le pido que me envíe una fotografía y no tardo en subirla a Facebook. Entonces pienso que es una novela muy actual, aunque se publicase en 2014. Nunca he escrito una novela con una trama vírica. Sin embargo sí que he escrito muchas veces sobre la gran pandemia de la estupidez humana. De la idiotez. Sobre eso he escrito cientos de líneas. La sonrisa de las iguanas es buen ejemplo de ello. Vivimos en un mundo en el que hay medicinas para casi cualquier enfermedad, pero estamos muy lejos de hallar la cura contra la estupidez, pienso. Y la estupidez es una gran enfermedad. No hay más que darse un paseo por algunos muros de Facebook y Twitter estos días para constatarlo.

Cuando cae la noche preparo algo de cenar y me siento junto a mis hijos. No vemos la tele. Charlamos. Contamos historias y reímos. La imaginación es el mejor entretenimiento.

Ha pasado otro día en el que no he escrito ni una sola línea de mi nueva novela. ¡Maldito virus!

*Escritor