N os despertamos a las 8.00. Mi hijo mayor viene a contarnos que el pequeño ya se ha levantado y está en el salón para empezar con los deberes. No quiere jugar con su tableta. A las 10.00 tiene una charla con los compañeros de clase y prefiere tenerlo todo claro. Mi mujer se levanta de un salto para ver qué pasa. Vuelve enseguida. Falsa alarma. Solo está nervioso.

A las 9.30 bajo a comprar el pan y la prensa. Y a las 10.00 acudo a mi cita con el fisioterapeuta. Reabrió ayer, tras casi dos meses de obligada bajada de persiana. Muchos castellonenses tienen (tenemos) la espalda, las cervicales o las piernas hechas polvo. Casi dos meses sin este servicio básico de salud y bienestar han sido demasiado. El listo de turno que decidió que esta actividad no era esencial y que, por lo tanto, debía cerrar durante el confinamiento, no tiene ni puta idea de qué es convivir con una escoliosis lumbar. No le deseo ningún gran mal, solo que una almorrana peleona le amargue la existencia el resto de su vida.

Cuando vuelvo a casa veo que mi hijo mayor ha preparado un almuerzo delicioso. Yogur griego con arándanos, fresas, frambuesas y moras. ¡Olé, olé y olé!

En el camino he escuchado en la radio ciertas alabanzas al sector del transporte, al sanitario y al de las tiendas de comestibles. También he oído críticas a los políticos que dirigen nuestros destinos en lo universal. Es lo de siempre. Historias de héroes y villanos.

Los héroes de la postmodernidad son los currantes. Ellos han hecho que estos meses de encierro no hayan sido un completo desastre. Los supermercados han permanecido abiertos y los consumidores no hemos padecido desabastecimiento. Además, los sanitarios han seguido trabajando dando muestras de auténtico valor, entereza y diligencia. Les debemos mucho. Les debemos todo. No lo olvidemos nunca.

Mientras tanto, los políticos de la capital del reino y el cap i casal han tomado todas las malas decisiones que han podido. Que no son muchas ni pocas. Solo son todas las posibles. Ellos son los villanos de esta historia.

A las 12.00 le echo un ojo a las redes sociales y veo que Alejandro José me escribe desde la sierra de Madrid. Dice que mi diario de un confinado le hace reír y que, a veces, le da que pensar. ¡Me encanta!

Mi mujer también va a ver a su fisioterapeuta. Ella padece de las cervicales y apenas puede estar más de tres semanas sin tratamiento. Lleva ocho.

Con el sol del mediodía apretando, porque aprieta, salgo al balcón y veo que el bulevar está más tranquilo que otros días. Tal vez sea la hora. Tal vez sea cosa de los extraterrestres que… Existir no existen pero haberlos haylos.

Comemos lasaña de Mercadona. Está buena y no da faena. Después intentamos ver un episodio de la serie The Pacific, pero HBO se empeña en dar un pésimo servicio y acabamos pensando seriamente en darnos de baja.

A las 17.30 salimos a pasear. Vamos a darle caña de la buena. Hay que quemar grasa.

A las 20.00 aplaudimos desde el balcón y vemos, no sin cierta tristeza, que cada vez somos menos. Que esto se está acabando. Que apenas queda ilusión.

Y así pasa un día más sin que haya escrito ni una sola línea de mi nueva novela.

¡Maldito virus!

*Escritor