Nos despertamos a las 06.30. Mi mujer tiene guardia de 24 horas en el hospital. Va a trabajar para velar por la salud de todos. Para ayudar a nuestra recuperación. Para ser útil. Para hacer que la vida sea un poco más fácil.

Me asomo al balcón y veo que el bulevar respira. Hay docenas de castellonenses paseando, corriendo, trotando y disfrutando de este clima tan especial.

Preparo el desayuno para tres. Café, leche, cacao, valencianas, zumo de naranja y demás. Aún no sé si estoy de buen humor o de mala leche. Por un lado estoy contento. El sol brilla, mis hijos ríen… Por el otro estoy jodido. No veré a mi mujer hasta mañana por la mañana. Y sé que esas horas se me van a hacer eternas.

Leo en la prensa digital la asombrosa historia de cinco amigos que han traído a España cuatro robots anticovid-19. Y lo han hecho gracias a su ingenio. Han logrado que Merlín financie la compra, que Inditex ponga su logística, que Apple y Telefónica preparen los equipos informáticos y que Manpower contrate a los ingenieros que manejarán los robots. Los ministerios de Ciencia y Tecnología y de Hacienda han prestado ayuda autorizando la operativa y vigilando las incidencias aduaneras. ¡Así sí! Lo que el ministerio de Sanidad no puede hacer, el talento patrio lo consigue.

Sentado en la cocina recuerdo que ayer me crucé con Sergio Ayala por el paseo que circunvala el Auditorio. Yo iba con mis lobeznos y mi perrita y él con su camada. Estudiamos Derecho juntos, allá por los años noventa, y al terminar la carrera le perdí la pista. Hace más o menos un año vi que se había convertido en una especie de gurú de las emociones y el buen rollo. Imparte charlas, ponencias y clases magistrales sobre la vida. Sobre cómo aprovecharla al máximo. Sobre cómo y porqué no debemos dejar que la mierda, que en muchas ocasiones nos llega al cuello, nos asfixie. Sonrío de nuevo y apuesto por estar de buen humor.

Bajo a pasear a mi perrita y a comprar el pan y el periódico. La ciudad está viva. Su corazón late pese a que muchos quieren verla muerta, condenada, abstraída en sus propias miserias. Cuando vuelvo a casa me abro una lata de Schweppes de limón y me siento en la terraza para leer bien a gusto. Y leo. Y flipo.

Veo que altos cargos socialistas afirman hacer autocrítica al reconocer que han perdido la batalla del relato. ¿La batalla del relato? ¿Es eso lo que más les importa, perder la batalla del relato? ¿Eso es hacer autocrítica? ¡Vaya toalla! Las UCIs han colapsado, las morgues de los hospitales se han desbordado y durante días nadie ha sabido hacerse cargo de los cadáveres, miles de españoles han muerto, miles de sanitarios se han infectado por falta de EPIs, y el Gobierno ha malgastado cientos de millones en mascarillas fake y en test fake. ¿Y lo que les preocupa es haber perdido la batalla del relato? ¡En fin, Serafín!

Para comer preparo unos libritos de lomo con queso, jamón serrano y huevo frito. ¡Maravilla maravillosa, señoras y señores! Los niños flipan. Y yo también. Vemos un capítulo de Devs, que no ha cumplido con mis expectativas, y pasamos rápidamente a The pacific, producida por Tom Hanks y Steven Spielberg. La guerra del Pacífico en estado puro.

A media tarde salimos a pasear por el bulevar. ¡Pura vida! Y así pasa un día más sin que haya escrito ni una sola línea de mi nueva novela. ¡Maldito virus!

*Escritor