Una moción de censura es exactamente lo contrario a una investidura. Con aquella se trata de echar a un presidente y con esta, de designarlo. Aunque el resultado sea el mismo, el procedimiento resulta definitorio. Censurar se hace por reacción negativa; investir, por positiva. De la misma manera que no es lo mismo dimitir que ser censurado. En el primer caso, hay un elemento de voluntad autónoma, en el segundo es una expulsión. Quizá con estas reflexiones básicas pueda entenderse mejor que Pedro Sánchez no solo es un presidente del Gobierno muy débil por la dimensión de su grupo parlamentario (85 escaños), sino también, y sobre todo, porque la argamasa de las voluntades que le han llevado a la Moncloa ha consistido en desalojar a Mariano Rajoy del palacete presidencial. Sin el presidente popular, el nivel de motivación en torno al Gobierno de Sánchez desciende bruscamente.

De ahí que la censura ganada por el secretario general del PSOE la haya explicado mejor que nadie Joan Tardà al sostener: «No votamos para que Sánchez sea presidente, sino para que Rajoy deje de serlo». Es mejor instalarse en esta certeza para no incurrir luego en desconsoladas decepciones. Esta tensión unitaria entre tantos grupos diferentes se mantendrá en la medida en que Rajoy siga siendo el elefante en la habitación de la política española. Si desaparece del espacio público, la mayoría de la censura tendrá que cocinar los ingredientes de su cohesión al fuego de la desaforada y un punto envidiosa aversión a Albert Rivera.

«Pleitos tengas y los ganes»

Por eso, la victoria de Sánchez en la moción de censura evocaría la maldición gitana según la cual «pleitos tengas y los ganes», porque es cierto que en muchas ocasiones obtener una sentencia favorable es menos productivo que un arreglo extrajudicial y a veces durante la ejecución de una resolución judicial se pierde más tiempo, más dinero y más esfuerzo que lo que vale la victoria obtenida.

Podría sucederle al secretario general del PSOE especialmente en su intento de mantener una fluida interlocución con los partidos independentistas y las autoridades de la Generalitat. En Madrid ha cambiado la coreografía y, en parte, el guion. Es mucho, pero no es bastante. Tiene que cambiar también en Barcelona. Porque, de la misma manera que dos no discuten si uno no quiere, no hay forma de dialogar si no hay interlocutores dispuestos a ello. Hasta ahora en Barcelona y en Madrid se monologa.

En la investidura por reacción de Sánchez no hay trampa aunque haya cartón. No hay trampa porque no han mediado acuerdos inconfesables -o confesables- con los separatistas que han empleado sus 17 votos en el Congreso para echar a Rajoy a pesar de que así investían a Sánchez. La mera sustitución, al parecer, les ha compensado.

Ahora bien, lo difícil es pasar de las musas al teatro y no pretender del presidente Sánchez imposibles. Él y su partido estuvieron concernidos por la decisión de aplicar el 155 y el propio secretario general del PSOE definió al president Quim Torra con una precisión que, aunque hiriente, ni era insólita ni injustificada. Pese a todo eso, la nueva coyuntura en Madrid significa una oportunidad, una chance, un pretexto para que en Cataluña se corrija un rumbo que no lleva más que al diagnóstico de una crisis crónica y persistente.

Si la maldición gitana se encarna con Sánchez en Cataluña, el problema se habrá multiplicado porque su origen no serían -aunque nunca lo haya sido- Rajoy, el PP u otros chivos expiatorios que con tanta sagacidad localiza el independentismo, sino la naturaleza narcisista y supremacista del proceso soberanista que, en la opinión de Daniel Gascón, autor del exitoso ensayo El golpe posmoderno (editorial Debate), no ha producido un choque de trenes sino un enorme encontronazo contra un muro (el Estado) que siempre ha estado ahí y seguirá estando con el nuevo presidente del Gobierno y con cualquiera que le suceda.

Una situación precaria

No hay trampa, digo. Pero sí cartón. Sánchez dispone de una situación parlamentaria precaria (no hay pacto de investidura, sino de censura a Rajoy), no controla la Mesa del Congreso y el PP tiene mayoría en el Senado, de modo que avanzar limpiamente en la solución del reacomodo de Cataluña en el conjunto español, partiendo siempre de la legalidad vigente, sería la única carta que podría jugar con éxito y darle con ella continuidad a una legislatura herida de muerte.

Para comenzar a salir del atolladero catalán podría ser sugestivo reverdecer el documento Ideas para una reforma de la Constitución elaborado por un grupo de catedráticos el año pasado, que sugiere la federalización del Estado con la elaboración de un Estatuto en los términos que, de forma inoportuna pero no errónea aunque sí difícil, ha pedido el Círculo de Economía. Si la dirigencia secesionista no quiere tampoco aprovechar esta convulsión y, por el contrario, opta porque a Sánchez le gafe la maldición gitana de «moción de censura presentes y la ganes», poco o nada habría adelantado. Las sesiones del Congreso de los pasados jueves y viernes habrían sido episodios emocionales -negativos- en vez de fenómenos políticos con potencial catártico. Ahora es mejor pensar que embestir como machadianamente acostumbramos a hacer.