El despertador de mi mujer suena a las 06.30, pero yo no lo oigo. Sigo durmiendo. Me despierta su dulce beso de buenos días cuando ya está a punto de marcharse. Tiene que ir a trabajar. Es enfermera. El mundo está en sus manos y en las de sus compañeros. Las noticias son alarmantes. El covid-19 se está cebando con Madrid. Cada día nos despertamos con cientos de muertos, y lo peor de todo es que aún no hemos llegado al momento más crítico. Estamos bien jodidos.

Esta noche he dormido mejor. No recuerdo qué he soñado y eso es bueno. Muy bueno. La mente es una perra curiosa. Nadie sabe a ciencia cierta por qué hace según qué cosas. Al salir el sol saco a pasear a mi perrita. Llueve. Hace frío. Parece invierno aunque ya es primavera. ¡Maldito virus! Hoy no hay partida de Minecraft. Las gemelas siguen sin poder usar sus tabletas, así que mis hijos se conforman con ver vídeos durante media hora. ¡Cómo ha cambiado el cuento! Tras desayunar, compruebo la web de Consellería. Hoy Mestre a casa parece que funciona. ¡Milagro! O no, porque sobre las 11 empieza a hacer cosas raras. A ratos va, a ratos no va, a ratos va la mitad de la web, a ratos entera… ¡Qué destarifo!

Repasamos Matemáticas, Castellano e Inglés. Sociales y Naturales tendrán que esperar. A las 11.30 me escribe un brillante ingeniero, amigo de la infancia, que tiene que acudir a su puesto de trabajo cada mañana. Acaba de leer mi crónica y me dice que, pese a todo, soy afortunado. Puedo actuar como profesor de mis hijos. No se han quedado solos frente a los deberes. Y tiene razón. Pienso en cuántos chavales se estarán enfrentando a estas clases virtuales sin la ayuda de un adulto y me estremezco. A la una me echo la siesta del borrego. Hoy, como ayer, apenas hay sol pero no importa. Sueño con una ciudad mejor. Una en la que los vecinos respetamos a todos los trabajadores, sean del sector que sean. Y los respetamos siempre. No solo cuando vienen mal dadas. Una ciudad en la que damos los buenos días al entrar en el supermercado y nos despedimos al salir. Una ciudad en la que los barrenderos, jardineros y obreros municipales son tenidos en cuenta, libre de egoísmo y estupidez.

Mi mujer vuelve a casa tan agotada como en los días anteriores. En el hospital solo se habla del covid-19 y eso, mentalmente, le resulta agotador. Nos sentamos a comer. Hoy he calentado una lasaña de Mercadona. No es que sea un plato exquisito pero, seamos claros, está muy buena. De lo mejor que he probado en pasta fresca de supermercado. Después de comer vemos una película de Netflix. Reconozco que la programación de Prime Vídeo, la plataforma de Amazon, es mucho mejor, pero técnicamente está menos desarrollada. La señal se corta, los programas tardan en cargarse, etc. Al final, más por comodidad que por convencimiento, siempre acabamos optando por Netflix.

Mi mujer, a media tarde, se sienta con los niños para repasar los deberes que hemos hecho durante la mañana. No es que no se fíe de mí, es que no se fía ni un pelo. Constata que todo está bien, me mira y sonríe. Hoy no me ha pillado en un renuncio. Veremos mañana, piensa. Sabe que tarde o temprano… Después echamos una partida de Alto el fuego. Hoy gana mi hijo mayor. Ha sido muy ágil. Su cerebro ha funcionado a toda velocidad. Se siente orgulloso. Aún no sabe que su madre y yo lo estamos todavía más. Para no cambiar de costumbre, no he escrito ni una sola línea de mi nueva novela. ¡Maldito virus!

*Escritor