El despertador suena a las 06.30. Mi mujer tiene que ir al hospital. Espero que todo vaya bien. Nos levantamos, desayunamos, holgazaneamos un poco y nos ponemos con las tareas. Mi hijo pequeño me ayuda con la lavadora y el mayor con el lavaplatos. Antes de bajar a mi perrita e ir a comprar el pan y el periódico les pido que hagan las camas. Cuando vuelvo, las camas están hechas y ellos juegan a Minecraft con las gemelas. Es Jueves Santo y las niñas tienen permiso de sus padres para adentrarse en el ciberespacio. ¡Bendita tecnología!

Leo el periódico y constato que todo sigue igual. Igual de mal, claro. La novedad la ponen los municipios costeros que han cerrado con muretes de hormigón los accesos por carretera a sus playas. No deja de ser curioso ver a la policía local controlando que nadie entre en un pueblecito de mar, cuando por estas fechas lo mejor que le pasaba a esta bendita tierra era la llegada de cientos de miles de turistas. El covid-19 lo ha cambiado todo. Y más que lo cambiará, según afirman los gurús de la postmodernidad.

Como no hay clase, ni virtual siquiera, dejo que los niños jueguen durante horas mientras leo el periódico, corrijo textos, contacto por email con algunos clientes o proveedores y dejo pasar la mañana.

A las 13.00 horas me echo la siesta del borrego. Por cierto, en respuesta a una lectora de esta columna, sí, la siesta del borrego sustituye a la siesta tradicional. El caso es que no tardo en caer dormido en el sillón y sueño con un mundo mejor. Uno en el que gobierno de España no mienta con las cifras de fallecidos por covid-19. ¿Qué necesidad hay de hacer algo así cuando el registro civil, las funerarias, la pura y simple estadística y los alcaldes de los municipios van a sacar a relucir la verdad? No lo entiendo.

Este Gobierno trata a sus ciudadanos como a estúpidos. Amén de que, cada vez que lo hace, falta al respeto a todos y cada uno de los fallecidos y a sus familias, empezando por los quince mil reconocidos oficialmente, y convierte sus dramas en simples cifras, al más puro estilo estalinista. Sueño también con un Gobierno que reconoce que actuó tarde y mal, sabiendo que solo la verdad le hará libre. Y sueño con un Gobierno en el que prima el interés general, y no sus intereses políticos.

Cuando despierto, de mal humor, preparo algo de comer. Canelones. No los he hecho en mi vida, pero me lanzo a ello. Estoy on fire. Solo fracasa el que lo intenta. Y solo triunfa el que no se acobarda. El que se queda de brazos cruzados jamás alcanza el éxito. Por supuesto, fracaso. Los tengo que tirar. Acabamos comiendo un poco de lomo con patatas.

A mediodía nos ponemos a ver La isla misteriosa en Netflix. Dwayne The Rock Johnson se ha convertido en el actor favorito de mi hijo mayor. ¡Cuánto se parece a mí cuando tenía su edad! Le va la marcha. El pequeño es distinto. Aún no sé bien qué tipo de cine le mola. Veremos si al final de esta cuarentena lo consigo tener claro.

A media tarde jugamos una partida de Monopoly. Echamos un par de horas comprando propiedades, construyendo casas y abriendo hoteles. Es curiosa la visión del capitalismo más salvaje que este juego te aporta cuando eres adulto.

Y así nos dan las 20.00 horas y salimos al balcón a aplaudir. El día termina sin que haya escrito ni una sola línea de mi nueva novela. ¡Maldito virus!

*Escritor