Un intento de atraco, en el que le apuntaron con una pistola en la cabeza, acabó de convencer a Gabriela Panza de que lo mejor era huir de su país en busca de un futuro mejor. Era a finales del 2017 y hoy, esta venezolana de 26 años regenta negocio propio en Castelló, una tienda de móviles en la avenida Rey don Jaime.

«Me convenció de venir una amiga de la universidad. Me dijo que la ciudad era bonita y segura, y que no me tendría que preocupar de si faltaban cosas como la gasolina o la comida», rememora.

Servicios básicos que ahora en Venezuela, donde era funcionaria y trabajaba de auditora, son prácticamente un lujo a consecuencia de problemas como la inflación y la inseguridad. «La última vez que estuve allí, en enero del año pasado, se fue la luz durante 16 horas. Muchos niños que estaban en incubadoras murieron. Hay gente comiendo de la basura. Son cosas inhumanas», subraya.

Pese a que se ha convertido en empresaria, sus inicios en Castelló no fueron fáciles. «Tenía dinero para hospedarme solo durante un mes. Llegué en verano, repartí unos 150 currículums y conseguí trabajo de camarera», recuerda.

Después encadenó una larga serie de empleos, como dependienta de una heladería, cuidadora de una anciana, trabajadora de una tienda de muebles, de un bingo... Poco a poco fue ahorrando y cambió la habitación que tenía alquilada por una vivienda en la calle Tenerías, que comparte con su madre, su hermana y sus sobrinas, que también han venido desde Venezuela. En breve, espera que les acompañe su padre.

Amabilidad

«Me gusta mucho la ciudad, sobre todo la amabilidad de la gente. Nunca me he sentido discriminada y la calidad de vida es muy buena», explica la joven, que en sus ratos libres disfruta paseando por la plaza la Paz y Salera o yendo al cine. Su objetivo ahora es hacer un máster. «Soy muy constante, como todos los venezolanos», finaliza.