Nos despertamos cuando mi mujer regresa de trabajar. Mientras tomamos el primer café de la mañana me cuenta historias para no dormir. Anécdotas hospitalarias que me escandalizan. Relatos de terror postmoderno. Fábulas que jamás creería ciertas si no me las contara ella en persona. El panorama de la salud pública es tremendo. Sigamos saliendo a aplaudir a los sanitarios cada día. Se merecen eso y mucho más.

Bajo a pasear a mi perrita, compro el pan y el periódico. Comienza un nuevo día de la marmota. Me llaman por teléfono varios clientes, periodistas y amigos. Hoy se ha abierto la veda. Muchos trabajadores pueden volver a sus puestos, veremos cómo acaba la cosa. Leo que el gobierno ha requisado a una conocida empresa los dos mil tests que tenía listos para sus trabajadores. Lo que me faltaba por ver. Totalitarismo en estado puro. Si la noticia se confirma, será un escándalo. Puede que el más grave de los muchos que se han destapado ya.

Veo que me han llegado varios correos electrónicos. Los compruebo. Hay de todo. Desde trabajo puro y duro hasta comentarios de lectores sobre mis novelas. Me encanta hablar de ellas con quienes han dedicado parte de su tiempo a vivirlas y saborearlas. Me encanta.

Grabo un vídeo de felicitación por el quinto aniversario de La Bohemia, el centro cultural por antonomasia en la ciudad de Castellón y se lo mando a Manu Vives por wasap. Esta bendita urbe no sería la misma sin ese espacio.

Sobre las 13.00 horas me echo la siesta del borrego y sueño con un mundo mejor. Uno en el que el vicepresidente del gobierno de España es un tipo serio, preparado y preocupado por las dieciocho mil muertes provocadas por el covid-19. En el que no se lía la manta al cuello haciendo declaraciones sobre su idílica república en medio de semejante pandemia. Un mundo en el que no importa si eres rojo, azul, naranja o verde. En el que todos somos tratados de igual modo por los políticos que nos gobiernan. Un mundo en el que de verdad hay libertad ideológica. Un mundo en el que los matones progubernamentales no acosan a los ciudadanos en las redes sociales, ni nos amenazan con el fuego eterno. Un país en el que los idiotas importan poco.

A la hora de la comida preparo una gran ensalada, con carlota, lechuga, maíz, cebolla, palitos de cangrejo, tomate, atún, aceitunas, espárragos y endivia. Podría añadir algo de envidia, pero de esa me queda poca. Tras el telediario apenas veo nada. Mi mujer duerme en el sofá. Está agotada. Yo la acompaño en silencio. Necesita recobrar el aliento. Las guardias de veinticuatro horas son extenuantes. Sobre las seis llamamos a los niños. Toca hacer sacarle algo de provecho a la tarde. Repasamos Matemáticas y Castellano y después nos acabamos las torrijas. Que no se diga. Elegimos película. La momia. Primero vemos la tercera. Ya haremos lo propio con la primera y segunda parte. A los niños les encanta. Esas películas son ideales para disfrutar en familia.

El día se acaba y no he escrito ni una sola línea de mi nueva novela. Estoy seco. Necesito tomar el aire, salir a pasear, arreglar el jardín, plantar flores y recortar los arbustos. Necesito tomar una cerveza en algún chiringuito. Necesito subir al Desierto de la Palmas, pedir un bocadillo de sepia en Las Planas y una paella valenciana en Las Barracas. Lo necesito. Sé que no es una cuestión vital, lo sé perfectamente, pero este mes de encierro me está enterrando. ¡Maldito virus!

*Escritor