Cuando José Luis Lizarraga me invitó a participar en este suplemento dedicado al ascenso del CD Castellón a Segunda División A empecé a pergeñar mentalmente un recopilatorio sobre todos los ascensos que en mi vida han sido, no tanto los cronológicos (1966 y 1972) como aquellos que disfruté activamente (desde 1981 hasta el presente). Pero esa visión tan esquematizada de la historia hubiera desembocado en un relato pretencioso y banal, onanista incluso.

Fue precisamente el corolario del artículo que escribió el jefe de deportes de Mediterráneo el día del partido del Logroñés el que despertó mi inspiración. El panegírico que planteo, sin pretenderse antropológico, intenta reivindicar el decisivo papel de la afición albinegra, desde siempre, y cuyo sustento cristaliza hoy en el regreso al fútbol profesional pero no ha tanto salvó además la amenaza letal que se cernía sobre nuestra supervivencia y que, aun sin quedar garantizada económicamente, ahora permite otear el más brillante centenario del club.

El fútbol en general, y el CD Castellón en particular, han moldeado el personaje en que ha devenido el autor de estas líneas. Por eso me permito este exordio, no ya tanto para justificarme como de puesta en valor de lo mucho que le debo. Cuando deje de emocionarme sin disimulo mientras retumban los acordes del Pam, Pam, Orellut, sea cual fuere el resultado, y de recordar orgulloso a mi padre y a cuantos grandes aficionados me han ilustrado en esta vida, ese día dejará de tener sentido la mía.

Porque, al margen del componente lúdico, del juego en sí, habrá que empezar reconociendo que el fútbol ya se ha convertido en algo más que ese simple espectáculo al que han pretendido reducirlo intelectuales clasistas y negacionistas, el opio del pueblo le han llegado a definir.

Por fortuna, desde Vázquez Montalbán a Galeano, o en Castellón y para el resto del mundo Enrique Ballester, han ofrecido la magia de sus letras al culto de esta nueva religión, no necesariamente sustitutiva de las grandes conocidas, si no una distinta, y a lo que se vé, cada vez con más seguidores. El fútbol ha supuesto una reacción frente a la anestesia colectiva, a las frustraciones acumuladas, a las imposiciones que constriñen nuestra existencia. Es la vía escogida para la nueva revolución de las masas. Solo así se explica que en un mismo campo puedan reunirse ideologías dispares, generaciones antagónicas, aunque no siempre convivan en la armonía deseable, en un bucle cainita cuya factura deviene sangrante también en Castalia. Pero esa es otra historia.

A través del fútbol rompemos la cotidianidad, tantas veces sujeta a parámetros de tesorería, hasta configurar una nueva forma de sublevación social, aséptica, sin hipotecas. Es la unidad del colectivo frente a la insignificancia de nuestra individualidad, la evasión del sujeto pasivo hasta convertirse en un todo activo. Es también una solución a nuestros miedos vitales, el regreso a la edad infantil, a la felicidad sin ambages ni censuras, a un estado onírico en el que confundir realidad y ficción, en el que nos abstraemos y reencontramos. Una apuesta atemporal con la que eludir el inexorable destino de la muerte. Es la religión de los que no tienen religión, según arriesga Enrique Carretero.

En este sentido, todos los clubes se arrogan adalides de ese nuevo credo, mas devienen excluyentes, refractarios entre sí. Abro aquí un paréntesis para recordar la sentencia de mi maestro y amigo Joan Soler, fallecido el mes de marzo, vila-realero de pro y quien no por ello hubiera dejado de compartir nuestra alegría por este ascenso.

Decía Soler que a lo largo de la vida es habitual cambiar cuatro o cinco veces de coche, según los posibles de cada uno, ora por imperativo mecánico ora por veleidades difusas; incluso puedes sustituir tu pareja por otra, ya sea por necesidades fisiológicas o higiene mental; pero el que abandona su club por otro, es un hijo de puta. Ese es el dogma que representa el fútbol para sus devotos.

Cuál es la diferencia entre una religión -un club— u otra para que profesemos una determinada fe es la cuestión que traigo a colación. Deviene esencial distinguir entre representatividad e identidad. legalidad y moralidad.

Un debate kantiano y no por ello menos latente. Verbigracia, el rey o el presidente del gobierno ostentan nuestra representación pública, pero ello no significa necesariamente que nos sintamos identificados, lo cual depende de una confianza moral que tienen que ganarse y no figura obligada en legislación alguna. Las corruptelas de unos y otros han privado a dichas instituciones de convertirse en referentes sociales frente a la desacralización -digo de la original de siempre-- que arrostramos en la actualidad.

Si la representación no la escogemos, y es fruto casual, heredado, o a lo mucho razón geográfica, puestos a escoger un modelo identitario ¿por qué el CD Castellón? Más allá del llamado orgullo tribal, que lo hay tan lícito como en todas partes, los aficionados albinegros nos hemos sentido robados y perseguidos durante los últimos diez años, agobiados e invitados al abandono, cuajando en nuestro seno la rebelión a través valores distintivos, únicos, frente a la universalización dictada, el raciocinio económico forzado, la impersonalización y hasta el desdén y manipulación políticas sufridos. Por eso resurgió un espíritu nostálgico con el que algunos hemos soportado todo sufrimiento y bajo cuya humildad brilla la independencia.

Por eso pierde para nosotros interés un título del Barça o del Madrid, sedados por la costumbre, la distancia y la globalización, frente a un triunfo mollar del Castellón, aunque sea en el averno de la Tercera División. No pocos sociólogos nos han tildado de románticos por ello, pero barrunto que frente a los rígidos parámetros mercantilistas, ha redivido nuestro sentido de pertenencia, de la propiedad, modelos arcanos si se quiere por su fundamento en intangibles y argumentos pasionales. Las personas frente a los números, para no dejar que esta religión caiga en los errores de otras incluso con más dinero y vitrinas.

Y, por supuesto, como insurrección frente a la persistencia invasora de otros modelos y al indisimulado propósito institucional de acabar con nuestros anhelos e ilusiones, nuestra historia y nuestro amor propio, que intentaron metamorfosear en otros nuevos, como si fuera posible sustituir a un padre, vender a un hijo, o cambiar de equipo…. Por eso el sentimiento que despierta el Castellón debe ser analizado en su totalidad y no como la suma de tantas premisas como lo han conformado. Holismo puro.

No hablamos de una burda relación contractual, como pudiera serlo un sencillo abono por asistir a un evento de primera magnitud, si no un vínculo afectivo, irreflexivo a veces, visceral, cosanguíneo incluso, hasta el paroxismo. La religiosidad perseguida no es tanto cuestión axiomática como la exaltación de las relaciones que conforman nuestra comunidad, copio también de Carretero.

Por eso vivimos sin igual el rito litúrgico de acudir al estadio el día del partido, entonamos los himnos endogámicos y alabanzas corales, y exhibimos los simbolos propios e inexportables, en un éxtasis colectivo y adictivo sin par que culmina con la comunión en el gol. Se diviniza y rinde culto a determinados iconos futbolísticos, antaño coleccionando cromos y autógrafos y hoy a través de las redes sociales. Y si los santos de esta forma de vida visten de corto y dan patadas a un balón para formar parte de la gloria y ser inmortales a ojos de la afición; sus profetas son los periodistas, aquellos que cantaron gestas y leyendas, desde la epopeya de los años 40 en Primera División, a la imborrable final de Copa del 73.

Forman parte de ese singular paraíso albinegro nombres como el de Chencho y Arquimbau, pero también aquellos vilipendiados por no aceptar que su crítica ha contribuido a la causa, y que sus denuncias, por severas que se nos antojen, nos impermeabilizan y protegen frente al pecado de la resignación cautiva y la infidelidad patrocinada. A todos brindo también mi modesto homenaje.

Y no se me ocurre mejor momento que el ascenso para reivindicar el papel de la prensa. Nadie mejor para recordar la urgencia de un convenio de cesión de Castalia y la necesidad de una ciudad deportiva. Nadie como la prensa para mantener viva la demanda de justicia frente a la ignominia sufrida con Castellnou y David Cruz. Ni un minuto más en que los egos se impongan ante la arrolladora demanda de un espacio vital para seguir creciendo y cultivar los irreductibles valores albinegros. Ni un segundo más sin saber la verdad de lo que nos robaron y las heridas que pretendieron infligirnos.

El mayor aplauso a los actuales gestores, artífices de este momento de éxtasis, no está reñido con la exigencia de que también el club persiga a los culpables de nuestra zozobra. De igual modo que agradecer la implicación del ayuntamiento en estos últimos años no es óbice para reclamar la ampliación de la grada de la avenida de Benicàssim. ¿Por qué no? Sería la mejor forma de reconocer la relevancia de la afición albinegra en la historia del CD Castellón y su derecho a celebrar con más fieles el centenario y un futuro sin miedo a soñar. Y con todos los documentos en la mano será más fácil convencer a las autoridades para que nos apoyen sin cortapisas políticas. Atender ambos requerimientos no debiera suponer una cuestión de fe, un capricho pasajero, porque son ya una necesidad.