Aseguraba en 1613 Francisco Diago, historiador valenciano y cronista del rey Felipe III en los reinos de la Corona de Aragón, que el actual castillo de Sopeña era “uno de los mejores y más fuertes de España”. La fortaleza situada en medio del río Palancia se erigió con el fin de controlar una importante zona agraria y de paso entre Valencia y Aragón. Pese a que los primeros restos arqueológicos en la cima de Sopeña se datan, según el arqueólogo municipal Vicente Palomar en la Edad de Bronce (1.500 a. C.), la población en este enclave se perpetuó en el tiempo a través de la cultura Ibérica, la época romana, el Medievo… hasta el día de hoy.

En la imagen inferior de Vicente Palomar vemos excavaciones arqueológicas en el área del Palau del castillo:

En lo que respecta al recinto amurallado, las fuentes más fiables, así como restos arqueológicos encontrados en la zona, lo datan en la época andalusí, alrededor del siglo XI. Dejando al margen la historia y centrándonos en la leyenda del nombre de Sopeña, cuenta la tradición local que este nombre responde a un hecho curioso ocurrido en este enclave.

En la imagen inferior vemos un cuadro de Vicente Masip del siglo XVI del castillo de Segorbe:

Teniendo en cuenta la categoría episcopal de la ciudad, que en la actualidad comparte obispado con la ciudad de Castellón, residían numerosos canónigos adscritos a su catedral. Uno de estos canónigos, hombre culto y estudioso, gustaba pasear recorriendo las sendas que cruzaban la montaña que custodia la ciudad de Segorbe. En uno de aquellos paseos en los que buscaba la calma para sus estudios teológicos, sucedió que la paz de la zona se vio perturbada por un tremendo estrépito tras varios días de lluvias. El agua habría provocado un reblandecimiento de la tierra, por lo que una peña que parecía soldada con fuerza a la montaña se desprendió y rodaba monte abajo arrollándolo todo a su paso hasta que llegó a las inmediaciones del sacerdote…

En la imagen inferior podemos ver una de las torres que se conservan hoy de la fortaleza:

Fue entonces cuando este erudito eclesiástico, lejos de huir despavorido ante la peligrosa estampida, alzó la voz y señalando el pedrusco con el brazo extendido exclamó “¡So, peña!”. Como si por arte de magia se tratara, la piedra detuvo su caída y quedó clavada en el sitio. Los testigos presentes no tardaron en propagar este suceso. Quien se acerque hoy a este bonito paseo puede encontrarse con una peña, que los lugareños ‘creyentes’ aseguran que fue la protagonista de esta historia, y que ha sido rebautizada como piedra del Guitton, situadad sobre el cerro llamado de la Estrella.

Fuente: Leyendas y tradiciones de Castellón, de José Soler Carnicer