Cuando alguien se sumerge en el mercado inmobiliario comienza a apreciar el valor de cada uno de los elementos que componen una vivienda. Si el apartamento se encuentra en una calle arbolada, el precio es superior al de una casa en una calle desierta. Si el portal colinda con un parque o una plaza, el valor se incrementa. No digamos si se encuentra en un barrio con todos los servicios básicos cerca: supermercado, ambulatorio, colegio y parada de metro o autobús.

Si, además, la casa de los sueños tiene balcón, el precio se encarece por miles de euros y poco queda por decir de los áticos, esas viviendas con una gran terraza donde tomar el sol y disfrutar del cielo abierto solamente apto para los grandes bolsillos.

En el fondo, todos queremos vivir en un pueblo o, al menos, disponer de lo mejor de ellos, como es el acceso a la naturaleza, a amplios espacios, a tenerlo todo cerca y a esa sensación de libertad que proporciona el aire limpio y fresco.

Es lo que busca la nueva ruralidad, un movimiento cívico que no está dispuesto a renunciar a sus orígenes por una oportunidad laboral. Reivindican el derecho a vivir en el entorno rural con los mismos servicios que en las ciudades para poder ser una alternativa a los núcleos superpoblados.

Desde hace dos años, la despoblación, la España «vacía» o «vaciada» y el reto demográfico han dominado el discurso. En medio de estos conceptos, la nueva ruralidad coge fuerza a medida que los ciudadanos se asfixian en un entorno que ya no es amable ni ofrece tantas oportunidades como sí sucedió en la década de los 60 y 70 del siglo XX.

No, los pueblos ya no viven de explotaciones agrarias y ganaderas. Ahora también atraen a profesionales de la arquitectura, de la abogacía, de la ingeniería, del periodismo, de la peluquería o de la hostelería. Sus habitantes necesitan notarios, diseñadores, veterinarios y contables, como cualquier otro ciudadano.

La nueva ruralidad lucha para que sea tanto o más fácil ejercer todas esas profesiones en un entorno agrario. «Se trata de combinar el deseo de vivir en un entorno rural y poder trabajar de lo que sea. Si una persona quiere marcharse, que sea por elección, no por obligación».

Con esa declaración la exalcaldesa de Villores, Tesa Giner, resumió el ánimo de las Jornadas de Afirmación de Nueva Ruralidad organizadas recientemente por el Fòrum Nova Ruralitat en Benlloc. Defienden la nueva identidad de los habitantes rurales y sostienen que el éxodo rural se produjo hace 40 años, pero no ahora. Hoy no hay despoblación, hay entornos envejecidos y el reto, además del demográfico, es saber retener a los jóvenes que aún viven allí.

Y abordan los principales retos para abordar el fenómeno: la vivienda, la relación de la educación con el territorio, la movilidad, los jóvenes y su marcha a las ciudades y cómo las comunidades rurales se convierten en acogedoras. «El entorno rural será lo que quiera ser y está en permanente construcción. En esta toma de identidad y de movilización política y social del mundo rural hay tres actores clave: la gente joven, las mujeres y los viajeros», sentencian los expertos.

NICOLÁS BARRERA Y SONIA GIL (VALL D'ALBA)

«La alimentación es política y nuestra apuesta es lo local»

Nicolás Barrera y Sonia Gil dieron un vuelco al restaurante que regentaban los padres de Nicolás en Pou de Beca, una masía a diez minutos de Vall d’Alba. Mantuvieron el nombre y también el tipo de cocina, una que ahora se cataloga como slow food o cocina lenta. 

El restaurante lo completaron habilitando la vivienda como hostal rural. Todo lo que aquí se cocina y ofrece es de proximidad, a través de una red de productores en las casas vecinas, que son casi familia para Nicolás, pues él ya nació aquí.

«Todos los productos de nuestra nevera tienen cara, sabemos de quién es cada cosa que comemos en esta casa», asegura Nicolás. «Los alimentos son política y nuestra apuesta es trabajar con lo local», añade y matiza: «empoderar a los productores, darles salida y crear sinergias con todos ellos».

Reconoce las dificultades de vivir en el campo y la solución pasa por tener autonomía: «Aquí no siempre puedes depender de un fontanero, por ejemplo. Es lo más complicado, no esperar que todas las cosas te las solucionen», concluye.

JORDI MARÍN (VILAFRANCA)

«A mis alumnos les sorprende que quiera trabajar en un pueblo»

Jordi Marín es profesor de Secundaria en Vilafranca, vive en Cinctorres aunque nació en Ares del Maestrat. Su vida se divide entre estos tres pueblos por una decisión propia. 

«Trabajé en Manresa durante 18 años. Mi pareja era de aquí y en cuanto tuvimos oportunidad, nos volvimos», relata. Ahora, como profesor rural, no se arrepiente lo más mínimo. No ha tenido que renunciar a ningún grupo de trabajo de los que forma parte, ni tampoco al Instituto de Ciencias de la Educación de la UAB. «La conexión a la red te permite desarrollar tareas en los pueblos que hace 20 años era imposible. Eso justificaba que tuvieras que marcharte, pero ya no». Reconoce que para trabajar en uno de los CRA (colegios rurales agrupados) se necesita una voluntad.

«Los profesores tienen que saber a dónde vienen, por eso pedimos bolsas de trabajo territorializadas. No puede suponerles un exilio ni un castigo, porque eso se transmite a los alumnos», explica. «A ellos les sorprendía que hubiera decidido venir aquí a trabajar», asegura Marín.

SARA BELLÉS (BENLLOC)

«La maternidad aquí es mucho más fácil, no volvería a la ciudad»

Sara Bellés nació en Benlloc y aquí es donde ha vuelto para criar a su hijo Pol, de cuatro meses. Cumple con el estereotipo de joven que se fue de su pueblo a estudiar. En concreto, a Granada, donde hizo Bellas Artes para volver a Castelló, donde residió varios años.

Fue allí cuando decidió emprender el camino de vuelta a casa junto a su pareja, Álex Nebot. Se instalaron en casa de los abuelos de ella, una vivienda que solamente necesitaba algunos arreglos. No pagan alquiler, por lo que el respiro económico cada mes se nota. «Yo necesitaba espacio para todos mis utensilios, lienzos y pinturas, y esta era la mejor opción», reconoce. Desde aquí trabaja para editoriales, marcas y proyectos culturales a los que diseña la imagen.

Todo ello lo compagina ahora con su faceta de madre. «La maternidad aquí es mucho más fácil. Mis padres viven enfrente, y yo, con un foulard o el carrito, me planto en cualquier sitio enseguida, está todo cerca», reconoce Bellés. Pese al deficiente transporte público, la artista no se plantea volver a la ciudad. «Estoy mejor ahora que cuando estaba en Castelló, no volvería», asegura.

ÁNGEL VALERIANO (ALMEDÍJAR)

«Para vivir en un pueblo hay que querer cambiar el estilo de vida»

Ángel Valeriano es de Madrid, pero vive en Almedíjar, en el Alto Palancia. Llegó allí hace 30 años con su mujer, dispuestos a abrir un negocio artesano. Se decidieron por los quesos y ahora, Los Corrales es todo un referente en el sector. «Somos, o éramos, neorurales. Salimos de Madrid y los dos queríamos vivir en el campo», explica Ángel.

Aunque el camino hasta aquí ha sido duro, también resulta satisfactorio. Ahora compran la leche a dos productores vecinos, uno de Sot de Ferrer y otro del mismo Almedíjar. Este último se ha dedicado a la ganadería lechera para darles servicio a ellos, e incluso optó por tener ovejas a sabiendas de que con Ángel tendría una salida la leche, otra muestra de las sinergias entre los productores locales.

Sin embargo, Ángel advierte que no todo el mundo es capaz de vivir en un pueblo. Lo principal para mudarse es «querer vivir allí, querer cambiar tu estilo de vida». Aunque lamenta que cada vez más «pueblos y ciudades se alejan» porque se acaban los vínculos que establecían las abuelas y abuelos.

BEGOÑA DUPUY (LES COVES DE VINROMÀ)

«El tiempo va más lento y todo te cunde más en un pueblo»

Begoña Dupuy llegó al Mas dels Calduchs, una aldea de les Coves de Vinromà, junto a cuatro amigos tras acabar la carrera. La casa era de un familiar de uno de ellos y con el panorama laboral y económico del 2009, poco o nada podían hacer en su Madrid natal. Decidieron instalarse aquí y ejecutar la autogestión, la autosuficiencia y disfrutar de su libertad. Cada uno asumió una tarea: Begoña comenzó con la miel, pero terminó haciéndose la profesional del pan, que a día hoy todavía desarrolla. 

Con Argilaga lleva 9 años sirviendo a buena parte de la comarca con un pan 100% artesanal hecho en el horno comunitario de la masía donde ahora ya vive sola. Begoña se quedó convencida de que únicamente aquí encontraría un estilo de vida contemplativo. «En la ciudad también se puede contemplar, pero cuesta más abstraerse», señala. Pero el campo te ayuda «a digerir el estrés». En el campo, manifiesta, «el tiempo va más lento, todo te cunde más».

Como desventaja, «no puedes despegarte del coche, es imposible ser sostenible aquí».