Volvemos a la normalidad, al menos laboral. Finalizó el verano, amainó la ilusión del calor solar y desaparecieron los turistas, aunque prosigue el ardor y la desorientación política. El regreso a la cotidianidad afecta con el síndrome posvacacional. Ahora, a esperar un año más, que pasa muy pronto. Y en lugar de la nostalgia del descanso, impulsar nuevos pensamientos y proyectos, asumir la realidad, mostrar una actitud proactiva.

La ciudad renace, hay gente por doquier. El “¿qué tal las vacaciones?” es la pregunta obligada en los primeros encuentros. Rostros más tostados (¡qué lejos de las caras pálidas del romanticismo!) son las señas de la identidad veraniega. Antes lo eran de los labriegos y las labriegas, recios personajes acariciados por el implacable sol, al que no buscaban por placer, sino que se les daba por imperiosa necesidad. Hoy, en cambio, es signo de identidad playera, de estatus.

Sobre este verano expirante se cierne la incertidumbre política de nuestra vida social: nadie sabe qué rumbo tomará la nave del desconcierto en un mar que se prevé harto proceloso. La travesía dejará, sin duda, náufragos inocentes que solo un milagro podrá salvar.

El “móvil perpetuo” es un objeto imposible que viola, además, la segunda ley de la termodinámica. El diálogo, en su prístino sentido, está también de vacaciones. Esperemos que las otras, las de Navidad, sean blancas y con polvorones. H