Siempre he tenido simpatía por la figura de Alfonso XII, un rey de biografía muy novelesca, con resabios saineteros en no pocas situaciones que, además, demostró tener redaños en muchos momentos. Uno: al contravenir la voluntad de su madre la para casarse con María de las Mercedes de Orleans hija del Duque de Montpensier, el peor enemigo de la frescachona Isabel II (que era de armas tomar). Otro: cuando la epidemia de cólera de 1885 (que también se cebó iracundamente con Castelló) el monarca le expuso a su primer ministro Antonio Cánovas, el deseo de visitar el lazareto de afectados de Aranjuez, a lo que el político malagueño se opuso del modo más tajante.

Sin importarle el riesgo, el rey visitó el centro el 2 de julio, a título particular, logrando la conmovida emoción de los enfermos que le vitorearon por su afectuosa presencia que demostraba conmiseración y cuajo a un tiempo. En su compasiva humanidad, el monarca ordenó que se abriera el palacio real de Aranjuez como ampliación de los servicios hospitalarios.

Esta actitud le acarreó el enfadado de todos los ministros de su gabinete, con su presidente a la cabeza. Alfonso XII, que ya se sabía enfermo de la tuberculosis que le llevaría a la tumba, comentó a sus más allegados: «Me ensalzan y me riñen a un tiempo, por arriesgar lo que no tengo: la vida, que se me escapa por momentos». Cuatro meses más tarde, el rey entregaba su alma a Dios.

*Cronista oficial de Castelló