Creo que lo dije alguna vez en una de estas columnitas. Ocurrió en Bolivia en una excursión escolar: una niña que no había visto nunca el mar, sorprendida le dijo a su profesora: «Maestra, enséñeme a mirar». Y sucede que, raramente, nos enseñan a aprender a apreciar la belleza de las cosas o de las personas. Por ello, la cotidianidad lleva a muchos al aburrimiento. Cada día es distinto del anterior --«nadie se baña dos veces en el mismo río», dice la sentencia heraclítea-- y la belleza es distinta para cada cosa. El paisaje, natural y humano, es diferente y hay que saberlo apreciar. Mirar un árbol, ver cómo se mecen sus hojas arrancando una singular melodía al chocar entre ellas; escuchar el murmullo de una fuente; observar el ir y venir de la gente o contemplar un atardecer con bellos arreboles; recibir un saludo; ayudar a alguien que lo necesita… es una percepción única y original, pues «cada cosa --decía Confucio-- tiene su belleza, pero no todos pueden verla». Por eso hay que aprender a apreciarla, aprender a mirarla como requería la niña boliviana.

Es necesario, para ello, penetrar en uno mismo como buscador del silencio en la intimidad del ser. Ya desde la infancia, ya en la escuela dispersamos nuestra mente en muchas cosas y nos olvidamos de las esenciales. «En el interior del hombre habita la verdad» decía San Agustín. Y muchos la buscan fuera sin hallarla.

*Profesor