Más allá de otras interpretaciones, el viaje de Barack Obama a La Habana es un éxito del régimen castrista. El hecho de que el exguerrillero Raúl Castro reciba de igual a igual al presidente de la potencia que durante más de medio siglo ha tratado de aniquilar a la Cuba que nació de la revolución, confirma solemnemente que el régimen ha sido capaz de sobrevivir y que su enemigo secular no ha tenido más remedio que reconocerlo. Y eso cuando Fidel sigue aún vivo y, según parece, plenamente lúcido.

Ciertamente, hoy, la Cuba realmente existente está muy lejos de los ideales que impulsaron aquella revolución. La falta de libertad y la vileza moral del sistema que determina la vida de los cubanos los ha ido desdibujando hasta hacerlos irreconocibles. No hay por tanto nada de victoria de una ideología irredenta en el encuentro de estos días. Pero sí de fracaso sin paliativos de aquella otra, la de la derecha imperial norteamericana y la de sus seguidores en todo el mundo, que la ha combatido sin remilgo alguno. La tenacidad de Fidel Castro y de sus continuadores ha ganado esa partida. Y aunque su vida cotidiana no sea ni mucho menos feliz, no pocos cubanos se deben de alegrar de ello. El orgullo de pertenecer a un país invicto puede compensarles, siquiera durante un tiempo, de algunas de sus miserias. Muchos latinoamericanos compartirán esos sentimientos.

Obama, que llegó a la Casa Blanca con ganas de reformarlo todo y que se ha tenido que conformar con hacer bastante poco, pasará a la historia por haber comprendido que EEUU tenía que dar marcha atrás en Cuba. No estaba solo. Hasta Donald Trump apoyaba el cambio de rumbo. Pero es él quien lo ha dado. H